—Uy, abuelito: ya ni con chochos azules. Pero le vamos a hacer la lucha. Recuéstese un poco, así. Ándele, ponga su cabecita sobre la almohada y déjese llevar. Ande, así mero. No le va a doler, se lo aseguro; con cuidado. Capaz de que, si algo le pasara, me lo cobran como estudiante universitario —con calma, lentamente, la joven mujer levantó las piernas del viejo hasta colocarlas bien alineadas sobre la colcha de estampados naranjas, amarillos y azules.
El abuelo se puso cómodo. Con las puntas de los pies apoyándose en los talones se deshizo de los zapatos deportivos. Fue sintiendo cómo el cuerpo se le alaciaba hasta hacerlo perderse en la luz de la lámpara.
Era su cumpleaños. Había acumulado tantos que casi nadie sabía con certeza qué edad tenía. Pero los nietos insistieron en darle la oportunidad al viejo de echar una canita al aire, porque las vecinas ya murmuraban: Tengan cuidado con don Mumi, se le queda viendo a las muchachas con unos ojos iguales a los del puritito demonio de la lujuria. Casi las desviste con la mirada. No vaya siendo que un día pierda la cordura y le dé un susto a alguna. —Lo cierto es que ninguna de las vecinas conocía al meritito demonio de la lujuria. Si bien les iba, sólo lo presintieron durante algunos, contados, momentos de su efímera vida sexual. También, es cierto, que nadie puede desvestir con la sola mirada, ni por muchas dotes de David Copperfield que pudiera poseer alguien en el barrio.
La cordura del anciano no estaba a discusión, pero las leyendas oscuras que se contaban en torno a él lo habían convertido en una especie de ídolo no declarado de las féminas invernales, quienes habían encontrado, en la propia leyenda, un motivo para echar a revolotear la imaginación a sus anchas. Cada mujer, a su manera, no perdía la oportunidad de intercambiar palabra con el viejo, cuando éste dedicaba el domingo para ir a la misa de las doce de la mañana y luego encaminarse a la paletería para degustar un helado triple de vainilla en cono de harina, salpicado con trozos de nuez picada.
Nadie obligaba a ninguna de las damas a sentarse a un costado del viejo sobre las bancas de solera pintadas de colores rosa y blanco. Se hacían las aparecidas para entablar plática con el viejo. El hombre era receloso. O tal vez la carne vieja había dejado de simpatizarle. Estaba convencido de que las gallinas antiguas no hacen buen caldo, que, mejor dicho, ranciaban el aire con sus alharacas prejuiciosas y sus modos anacrónicos.
Tal vez las historias sobre su persona no estaban tan alejadas de sus apasionamientos carnales, pero los excesos deben ejecutarse lejos del hogar, recordaba haber escuchado alguna vez, muchos años atrás, en una clase de literatura de la secundaria.
La mujer tomó asiento y, como quien no quiere la cosa, abrió la boca para vaciar planteamientos, teorías, prejuicios y complejos sobre el entorno y sus habitantes. El viejo permaneció en silencio mirando cómo las bolas de su helado se hacían pequeñas hasta escurrirse sobre el cono hasta volverlo flácido. Era tal la desfachatez de la mujer que intentó solucionar lo que ella consideró un descuido del viejo: pidió un puño de servilletas a los dependientes de la heladería, extendió hacia el hombre un par de ellas e intentó limpiar las salpicaduras de helado caídas sobre la banca.
—Tenga cuidado. Mire, ya se manchó. Pero por suerte estoy aquí, para ayudarlo. Por cierto, ¿quién le lava y le plancha la ropa? Porque, si gusta, yo puedo hacerlo con gusto, y gratis. Nomás dígame cuándo puedo ir a su casa y a qué horas y le dejo limpia su ropa, hasta almidonada —dijo la mujer, y cuando mencionó la palabra almidón, al viejo le pareció escuchar una acentuación exacerbada: la grafía brincoteó desde el sonido y, en una pirueta parecida al salto mortal, se posó, cuan negra era, sobre aquellos labios cuarteados que pretendían ser sensuales e invitadores.
En microsegundos, todas las sílabas que integran la palabra al-mi-dón, reclamaron un trozo de existencia propia, se rebelaron ante la subordinación totalitaria, entendieron que aquella integralidad estaba dispuesta para que la máquina funcionara. Tomaron conciencia sobre la importancia de su trabajo y se rebelaron frente a la tiranía de la oración, después pensaron en quemar el párrafo completo hasta transformar la historia y reescribirla a su modo. Intentaron convocar a otros artículos, preposiciones, verbos y sustantivos igual de inconformes, pero antes de que la insurrección estallara en su mente, el viejo respondió a la oferta del lavado y planchado con una frase seca: —Le agradezco, me gusta hacerme cargo de mis propias cosas.
Aquella mujer no paraba de hablar y parecía no darse cuenta de su absurdo monólogo. Sus palabras eran tan edulcoradas, que atiborraban los oídos, y cada una de las frases empujaba a las otras en una lucha encarnizada por penetrar primero por el conducto auditivo del viejo; aquello se volvía en una pelea a muerte con armas punzocortantes que terminaba por exacerbar los ánimos del receptor. Sin que el emisor manifestara la más mínima piedad o consideración ante tal apabullamiento.
Por un momento, al viejo le pareció percibir que paletadas de estiércol llegaban hasta sus oídos, sintió que aquella mujer lo estaba transformando en una fosa séptica, en una fosa común donde los muertos se reanimaban para arrojarse trozos agusanados de carne que arrancaban, con sus propias manos, de su propio cuerpo. Una bacanal fétida donde él estaba amordazado, atado a una banca de metal pintada de colores rosa y blanco, como un inocente estúpido incapaz de reunir un poco de voluntad y retacar su flácido cono de helado en aquella bocaza inmunda. Pero, ante todo, se impuso la caballerosidad, se puso en pie y se despidió cortésmente, sin argumentar nada. Estaba asqueado.
Sin embargo, algo era cierto, algo tenía el viejo en la mirada que a lo largo de su vida le atrajo numerosos conflictos y enfrentamientos. Si la vista es muy natural, decía en su descargo. Pero no todos pensaban lo mismo. En cierta ocasión, en los mingitorios de una cantina, el mero entrecruzamiento accidental de miradas bastó para que un ebrio se sintiera agraviado y pretendiera, sin higiene de por medio, propinarle un par de bofetadas. Hasta que un grupo de meseros acudió para mediar las cosas y pedir amablemente al viejo que mejor se retirara para no importunar al “señor licenciado” quien era, además, agente del ministerio público.
En la familia se preguntaron por largo tiempo qué rasgo de él le había resultado atractivo a su mujer, hoy difunta. Porque ambos eran como dos opuestos irreconciliables. En ella, todo era dulzura y don de gentes. En él todo era marcialidad, control, subordinación, disciplina… hasta que los hijos se hicieron adultos y decidieron, por sí mismos, la forma de continuar con su vida, ya sin el yugo paterno.
A ratos se preguntaba en la oscuridad de su recámara: —¿Si el muerto fuera yo y mi mujer estuviera viva? ¿Qué haría ella en estos momentos?
Aquellas elucubraciones, frecuentemente, ocupaban su pensamiento hasta muy avanzada la madrugada. Hasta que los ojos gobernaban el cerebro y cerraban la ventanilla de atención de los asuntos inútiles. Todo sucedía en esa especie de burocracia existencial que no tiene ni pies, ni cabeza, ni razón de ser, en tanto, siempre conduce al mismo callejón sin salida por donde transitan quienes, en definitiva, tienen temor de vivir.
Una tarde, luego de varias horas de búsqueda, sus nietos le encontraron vagando al interior del mercado público. Desorientado, intentaba reconocer en cada rostro de los marchantes un indicio sobre sí mismo, pero sólo rondaba la indiferencia haciendo sus compras. Un sentimiento de angustia llegaba hasta él y luego se alejaba aleteando, como una mariposa frágil de la que no se precisan colores ni formas.
—Vente abuelo. Llevamos buscándote un buen rato. Fuimos a la heladería, y cuando vimos la banca vacía nos espantamos. Capaz que te hubiera pasado algo.
Los jóvenes tomaron al viejo por el brazo, uno a cada lado, como se toma un enfermo que no puede valerse por sí mismo. Por vez primera, el hombre sintió la necesidad de dejarse conducir, de entregarse a la voluntad del otro, de callar lo que pensaba para no importunar a sus atentos lazarillos.
Por la noche, los hijos recriminaron al viejo, convirtiendo el asunto en una especie de venganza esperada durante muchos años. Tal vez sólo se trataba de la continuación, del tiempo de cosecha de los frutos amargos, sembrados en sus vástagos. Pero la mente ya no daba para esa reflexión. Así se fueron suscitando nuevos episodios. Al viejo le dio por caminar desnudo en el patio. Por tomar agua del lavadero con la vieja jícara de plástico y verterla sobre su cuerpo, le gustaba sentir el agua deslizarse fría, desde su cabeza hasta sus pies. A sus nietos le divertían los aparentes disparates del anciano. Por eso, cuando sus padres no estaban en casa, se convirtieron en sus cómplices, en facilitadores de sus ocurrencias. Para ellos, no existía la mínima malicia, ni pudor alguno ensuciaba aquellos momentos cuando el viejo, desnudo, dibujaba ángeles de agua, tendido sobre las losetas del patio. Múltiples carcajadas brotaron de aquellos jóvenes recién salidos de la infancia, por tanto, expertos en esa clase de goces que permanecen en el alma por siempre.
Por varios meses, pese a las recomendaciones del médico, el abuelo siguió recibiendo su dosis de azúcar en forma de helado de vainilla salpicado de nuez picada. Como un niño, era llevado a la misa de doce por sus nietos. En silencio, sentado sobre las enormes bancas de madera, seguía atento el ritual. Algo en su interior le guiaba. Aunque las formas tuvieran menos significado, subyacía lo inexplicable proveyéndolo de un sentimiento reconfortante, como un abrazo, como un suéter nuevo hecho a la medida que se ajusta al cuerpo y que tiene la temperatura perfecta, deseada, ideal para quien lo usa.
En medio de aquel cúmulo de olvidos que vaciaban los recuerdos de su vida, como un pizarrón sobre el que se escribe nueva información, aunque efímera, el cuerpo del anciano recordaba. Porque una cosa es el recuerdo que ha de archivarse, el que se transformará en la memoria, para bien o para mal, a gusto de quien lo vive, y otro asunto es la biología que no tiene reparos en cobrar cuentas o ajustar presupuestos, y sacar del archivo muerto aquellas cosas que parecían olvidadas. Y el cuerpo recordó: sacó del aparente olvido la parte inerte del abuelo. Lo que fue motivo de risas para sus nietos:
—Al abuelo todavía se le para —festejaron lo jóvenes, chocando sus palmas abiertas con las del viejo que, desnudo y alegre, brincoteaba; como quien busca volver a dirigir la orquesta con la batuta en ristre.
Había que darse prisa: sus padres estaban por llegar y el abuelo estaba “armado”. —Está armado y no dudará en usarla —dijo uno de ellos y ambos soltaron la carcajada. Se dispusieron a secar con una toalla al abuelo y vestirlo, ante la inminente llegada de los nuevos tiranos del castillo.
Los días transcurrieron en calma, hasta que una noche, la mujer que ayudaba con la limpieza se quejó amargamente de la conducta inapropiada del viejo:
—Pues yo no quería decirles, pero el señor se estaba tocando ahí, debajo, mientras yo tendía la cama. La verdad, ya me dio miedo, porque él no está en sus cabales y, en una de esas, capaz que me agarra doblando las sábanas y me dobla a mí, y yo soy una mujer decente. Ahora que… si me suben el sueldo al doble, pues estaría dispuesta a correr el riesgo, porque la necesidad es canija, digo, la necesidad del dinero, claro. Y…
Los hijos del viejo aceptaron la renuncia de la mujer, no sin antes pagarle una semana extra por las molestias y para garantizar la completa secrecía por aquel desaguisado. Pese al acuerdo, todo se supo, y la leyenda del viejo languso creció y se extendió hasta ser parte de la comidilla de las beatas y las libres pensadoras. Se formaron dos facciones: una a favor y otra en contra de los hechos. Hubo quienes interpretaron el asunto como un tema biológico que estaba fuera del control del “enfermito”. Otros dijeron que el diablo no tiene reparos ni moral y se interna en los más débiles: He aquí un caso donde la oración es el único camino para expulsar al maligno de ese cuerpo inocente que ya se encuentra en la antesala del hoyo en la tierra. Ese chancludo cuernudo quiere arrebatar un alma al cielo mediante el pecado de lujuria.
Los hijos se avergonzaron y prohibieron que el viejo tuviera cualquier contacto con personas ajenas a la familia. Incluso las visitas serían restringidas. Los nietos, quienes se alternaban para cuidar del anciano, durante la tarde y la mañana, dependiendo de sus horarios escolares, idearon una solución práctica: —Hay que llevar al abuelo con las muchachas de paga.
En definitiva, hay soluciones sensatas y soluciones prácticas. Pero ésta, en particular, parecía carecer de cualquier lógica. El viejo, que aún conversaba con sus nietos durante sus esporádicos lapsos de lucidez, se mostró complacido y aceptó la deferencia sellando el pacto con los jóvenes mediante un abrazo apretado de tres.
El siguiente paso fue convencer a sus padres de que el abuelo necesitaba salir a despejarse, que el encierro lo mataría. Así, entre argumentos lastimeros, provistos de cierta lógica, los jóvenes pusieron guapo al abuelo y lo subieron en el auto familiar, bajo el compromiso de llevarlo a caminar al parque. Incluso le mercaron ropa y zapatos deportivos. Para confeccionar de mejor manera la argucia metieron, en el Valiant amarillo, un par de balones y la bomba para inflarlos.
El plan se maduró durante un par de semanas. Estaba tan bien cronometrado que la chica contratada llegaría a cierta hora al hotel de paso señalado. Previamente, aunque no se estila así, la habitación donde sucederían los hechos ya estaba reservada: Por aquello de no te entumas y mejor tener todo bajo control. Pensaron en darle al abuelo una pastilla para desinhibirlo, pero lo descartaron, pues, precisamente, la desinhibición del abuelo los había conducido hasta ahí.
En la habitación, la muchacha miraba sorprendida la magia de la naturaleza. Sonrió y se dispuso a cumplir con su trabajo. En la recepción del hotel, los jóvenes se miraban y sonreían mientras cronometraban. Para romper la tensión del momento, uno de ellos dijo: Está armado y no dudará en usarla —una estrepitosa carcajada retumbó en la recepción.