Pedrita sube sus medias color ala de mosca y las ajusta a sus corvas con una liga. Antes, estiró y aflojó la liga para que diera de sí y no le cortara la circulación de la sangre. Su voz chillona resuena en toda la colonia cuando Raymundo, su nieto adoptivo, se niega a obedecerla: ella es la autoridad en la casa cuando Lala, la madre del chiquillo, sale a trabajar.
Lala renta un par de cuartos techados con lámina en una vecindad. Venida de provincia, llegó a la colonia hace algunos años. Tiene dos hijos mayores: Chiripas y Lolo. Comparte vivienda con ambos, y por supuesto, con Pedrita y Raymundo.
Pedrita quiere que la quieran. Raymundo se aprovecha de su necesidad afectiva y cuando las cosas se ponen feas, recurre al halago y la zalamería:
—Abuelita chula. ¿Quién quiere a esta viejita tan hermosa? —acaricia la cabeza pequeña de la anciana. Entonces, brillan sus ojos pequeños y redondos como dos botones finamente adheridos a su cara achinada.
Pedrita es defensora acérrima de su pureza. Las vecinas maliciosas le preguntan si alguna vez tuvo un qué ver con algún hombre. Ella responde firme, pero pícara:
—Sigo siendo señorita.
Las mujeres ríen. Van y vienen entre las tolvaneras. Se sujetan las faldas con las manos: “no vayamos a pescar un mal aire”, dicen ríen a carcajadas. Los chiquillos se entretienen mirando las piernas polveadas de las damas. Han bautizado las prendas íntimas que observan como los “calzones de luchador”.
Un grupo de parientes llegó recién a la vivienda de Lala: Pecas, Rulo, Chango, Guango, Leno y Momo son hermanos y todos vienen del pueblo —ellos le llaman rancho. Por eso se les ubica como Los Hermanos Rancho—. Las cosas no han estado bien en su terruño y decidieron probar suerte en la capital.
La misma semana de su llegada encontraron trabajo en las obras del metro. Durante los primeros días de labores, hubieron de comer tacos de canasta, tacos de queso con chile en vinagre y agua de la llave. Para la segunda semana, ya habían recuperado un poco de su maltrecha dignidad de migrantes.
Ahora, Pedrita es la encargada de cocinarles la cena y lavar la ropa, a cambio recibe una módica remuneración. También les pone itacate en portaviandas apiladas de peltre para que no gasten en comida en la obra. Ellos agradecidos la llaman, cariñosamente, abuelita, pero ella les retoba y les pide que mejor la llamen tía: ¿no ven que me espantan a mis enamorados? Van a pensar que ya estoy vieja—les dice coqueta.
Han pasado cinco meses desde la llegada de Los Hermanos Rancho. Cada quince días organizan una comisión para llevar dinero a su madre viuda. Ella permanece al cuidado de un hato de animales cada vez más cadavéricos que pastan en los terrenos familiares. Han platicado al respecto y acordaron que tres de ellos correrán la aventura de irse a probar fortuna al “otro lado”, a los Estados Unidos.
Chango y Guango son los elegidos por el destino. Reunieron la cantidad de dinero suficiente y un poco más para llegar a la frontera. De madrugada, despedidos por los ladridos de los perros, se encomendaron a Dios y se encaminaron a dar el brinco. Saben que deberán sortear coyotes y migra. Muchos paisanos del rancho han muerto en El Río Bravo, otros en el desierto.
Los Hermanos Rancho tienen fe. Conforme avanzaban por territorio mexicano iban reportándose a la base de operaciones llamando a la única casa que cuenta con línea telefónica. Tener teléfono en casa es un lujo. Por eso, sólo marcaban el número para decir:
—Buenas. Soy fulano. Por favor, dígales a mis hermanos que estamos bien. Vamos en tal lugar. Gracias.
Con este tipo de llamadas más telegráficas que telefónicas, Los Hermanos Rancho dan seguimiento a los que avanzan en busca del american dream. El resto continúa trabajando en las obras del metro de la Ciudad de México, y se hacen cargo de proveer a su madre cada quince días.
Pedrita se da un respiro y se sienta en una silla de madera, tamaño infantil, bajo los rayos del sol de mayo. Coloca un espejo frente de sí y sostiene otro más sobre su coronilla. Su técnica es infalible para evitar que la edad se manifieste: arranca sus canas. Su cabeza asemeja un religioso franciscano. Pedrita tiene el corazón joven y la virginidad intacta. Se proclama lista para el tálamo donde deshojará su rosa el apuesto doncel que la despose.
Mientras saca la ropa de la tina donde la remoja, se da tiempo para hacer la competencia a Virginia López y su trío, y canta hasta desgañitarse: No, tú no puedes dejar de adorarme /Porque sabes que Dios ya sabrá castigarte /Si rompes tu promesa de amor…
Raymundo, el nieto de Pedrita, volvió a hacer de las suyas. La mujer es estricta y de ninguna forma permitirá que el chiquillo se le descarríe. Deja por un momento su afán por desmugrar la ropa de Los Hermanos Rancho y toma el palo de la escoba. Patizamba, corretea a Raymundo por entre el caserío. Muchacho condenado, no para de gritar al chiquillo que corre por el terregal con dos enormes cirios saliendo por sus fosas nasales.
Todos los días, a cierta hora, se repite el espectáculo del gato y el ratón. Raymundo se niega a prepararse para partir con rumbo a la primaria del turno vespertino. La mujer hace su mejor esfuerzo para cumplir la encomienda de la madre del muchacho. A cambio, recibe techo y comida.
Porque Lala y Pedrita sólo son amigas, sin algún lazo de sangre. Se conocieron trabajando en un taller de costura y decidieron que una de ellas ganaría el sustento y la otra atendería a Lolo, el hijo mayor de Lala. Después vino Chiripas, y después Raymundo. Lala estaba gustosa con sus chilpayates y no le afectaba tener que mantenerlos sola.
Por eso trabajaba como costurera en una fábrica de ropa y Pedrita era el ama de casa que educaba a Raymundo, atendía a sus hermanos mayores y a los hermanos Rancho.
Pese a sus múltiples ocupaciones, Pedrita se daba tiempo durante sus idas al mercado para echar ojo e ir tanteando prospectos de marido. El carnicero estaba muy bien, pero era casado, y eso no iba con sus buenas costumbres. El verdulero no estaba de malos bigotes, pero era mujeriego. No era para ella eso de ser plato de segunda mesa. El del expendio de hielo estaba muy joven, y en una de esas, capaz de que me deja muerta porque no le di batería en la noche de bodas —pensaba y reía de sus propias ocurrencias.
El único hombre que la conquistaba, que la seducía, que la hacía soñar, estaba en sus pensamientos. Ahí vivía inalterable, pero poco definido, aún para ella. Habían sido tantas las imágenes construidas en su mente que el hombre ideal acabó por volverse borroso, deslavado, casi transparente. Pero ella seguía creándolo, dándole vueltas, cocinándolo, zurciéndolo, forjándolo, limpiándolo, ajustándolo, preparándolo para que no hubiera sorpresas en el momento que se vieran de frente.
Porque ella nunca tuvo un novio ni un amante ocasional. Todo fue trabajar y cuidar hijos ajenos durante los últimos treinta años. Había olvidado hasta su propia historia.
Porque de nada le valía que la llamaran abuela. Chiripas, Lolo y Enrique eran una especie de nietos de ceniza que el aire desdibujaba, que del polvo de la esperanza venían y al mismo polvo regresaban. Porque su deseo siempre fue ser mujer de su propia casa, de sus propios hijos. Siempre quiso atender al propio marido y ponerse bella para orgullo de él, para que la besara, la estrujara; la levantara en vilo con sus fuertes brazos, mientras el fondo le asomaba bajo su vestido de raso. Porque de Lágrimas, Risas y Amor había obtenido su educación sentimental.
Pero hasta Pedrita nunca llegaron las verdaderas oportunidades. Todos los hombres pasaron de largo sin mirarla siquiera. Y a ella que se le quemaban las habas, que le hervía la sangre mientras cantaba boleros de desamor sin comprenderlos, porque nunca, ni de lejos, tuvo la mínima experiencia.
Porque todo fue coser para ganar dinero, coser para otra gente. Mirar bodas de lejos y mirar cómo se alejaban los sueños y los años. Mirar el Fab hirviendo en el lavadero, cómo se multiplicaba en su inmensa prole de espuma, estallando en toda su blancura, humedeciéndole el vientre, pero, tristemente, escapando de ella por el desagüe, vaciándose, expirando en un clímax exiguo, efímero.
Un día del mes de julio, Chango y Guango se comunicaron con sus hermanos en México. Habían logrado cruzar la frontera y estaban instalados en un rancho de la unión americana. Prometieron mandar efectivo para que otro hermano lo intentara. También dijeron que mandarían dólares y regalos para Lala y Pedrita.
Y así fue: semanas después, un paisano que regresó al país trajo dólares y regalos. Se bebió un par de cervezas con el resto de Los Hermanos Rancho y les contó pormenores de la vida en el otro lado. Agradeció la hospitalidad y siguió su camino con sus enormes maletas, sombrero texano y botas piteadas, rumbo al estado de Hidalgo.
Pedrita, gustosa, tomó el dinero que generosamente le enviaron los mojados. También abrió su regalo, un envoltorio de papel periódico y cinta adhesiva. Abrió grandes los ojos cuando descubrió su presente: una virgen, dijo con alegría. Y gustosa pensó en la cantidad de milagros que obtendría de la imagen. Ofreció disculpas a San Martín Caballero, a quien relegó al fondo de la repisa. También se deshizo de la alfalfa del caballo del santo, y colocó su virgen en primera fila, lista para escuchar sus súplicas y atender sus peticiones. San Antonio, titular del departamento de amarres, uniones matrimoniales y entuertos del corazón, fue enviado a la congeladora burocrática al fondo de la caja donde era archivada la ropa interior.
Pedrita, de inmediato, corrió a la tienda de La Chata para comprar una veladora de parafina. No una de cebo, no una Lux Perpetua, sino una de las más caras. A estas alturas no iba a ponerse remilgosa. Porque, en definitiva, una virgen que viene de allá, de con los gringos, es una virgen que concede mejores peticiones, una virgen que habla inglés y español. Así pensaba Pedrita y diariamente se persignaba fervorosamente.
Gastó hasta el último centavo de sus dólares comprando veladoras. Continuó tomando su terapia de depuración de la edad arrancándose las canas hasta que no hubo más remedio que cubrir los claros del cuero cabelludo con los pocos cabellos grises que aún le quedaban. Y sus ojitos pequeños siguieron brillando gustosos pesando que un día no muy lejano la virgen escucharía sus rezos, porque ella también era mujer, y bien que la entendería.
Ahora sólo se trataba de tener paciencia. ¿Cómo será el galán? Se preguntaba. Pero esa masa informe de deseos se tornó en una pasta brillante, un diamante falso, donde terminaron por comprimirse sus fantasías.
Pedrita se tornó triste y ausente, y descuidó sus ocupaciones cotidianas que antes cumplía con tanto esmero. El propio Raymundo se liberó del marcaje personal de su abuela adoptiva y ahora gozaba de los terregales, y marcaba su territorio orinando las bardas de los vecinos. La ropa sucia se acumuló en el bote. Las prendas blancas de Lala se percudieron, hasta tener el mismo color que un coco podrido. Salaba la comida que hasta los perros la desairaban.
Así fue como Pedrita se marchitó. Sus piernas zambas se arquearon tanto que se volvieron un círculo perfecto. No hubo más canas por arrancar de su cabeza. Sus ojitos de botón se hicieron aún más pequeños, hasta borrarse casi por completo de aquel rostro que sólo quería ser querido.
Pedrita fue sepultada un mes de diciembre. Acudimos a su entierro todos sus vecinos. Los Hermanos Rancho, que seguían en espera de emigrar, cargaron su ataúd y pagaron una parte del sepelio. Se organizaron rosarios en el patio de la vecindad donde vivió.
Durante nueve días rogamos por el eterno descanso de su alma. Las vecinas procuraron el cuerpo de los rezanderos con café de olla y bolillos. Ahora, Raymundo y sus hermanos deben atender sus propios asuntos: asear la casa, lavar la ropa, ir al mercado y preparar la comida. Lala lloró por su amiga de incontables años. Decidió retirar de la repisa la pequeña reproducción de la Estatua de la Libertad que con tanta devoción reverenció la difuntita y regresó al sitio de honor a San Martín Caballero con todo y alfalfa para la montura.