Con 381 votos a favor, 24 en contra y 37 abstenciones, la Cámara de Diputados quitó el fuero a los diputados por el PT a Mauricio Toledo, señalado de supuesto enriquecimiento ilícito, igual al morenista a Benjamín Saúl Huerta acusado de abuso sexual de un menor. Ambos huyeron con tanto aviso de lo que pasaría.
El fiscal especializado en Combate a la Corrupción de la Fiscalía General de Justicia de la Ciudad de México, Rafael Chong, informó que el ahora diputado con licencia del PT, Mauricio Toledo, huyó el pasado 26 de julio a Chile.
Hijo de padres chilenos, nació el 19 de junio de 1980 en la Ciudad de México. Fue dirigente del movimiento estudiantil en contra del examen único de selección para bachillerato. Participó en la huelga de hambre durante 12 días frente a la Secretaría de Educación Pública.
Inició su carrera política y logró cargos de dirección en su partido PRD, fue diputado y delegado en Coyoacán, desde donde se le comenzó a llamar la atención por su temprana riqueza.
Llamó la atención la compra de tres propiedades, valuadas en 34 millones 560 mil 148 pesos, así como ingresos injustificables superiores a 11.4 millones y para el colmo se exhibió un audio de su secretario particular en Coyoacán, exigiendo un millón de pesos por el permiso al propietario de una gasolinera. Extorsión.
En 2018 el hoy, ex diputado, gastó más de 20 millones pesos, mientras que sus ingresos como servidor público ascendieron a poco más de nueve millones. Tras su desafuero, la Fiscalía local presentó las órdenes de detención contra de los legisladores desaforados. A la hora indicada de aplicarla se les fue.
Del ahora ex legislador Benjamín Saúl Huerta, ya sabemos todas sus perversidades, drogaba a los muchachos, los llevaba al hotel para abusar de ellos y la justicia en su caso se atoró por el fuero como diputado. Dos ejemplos que dan asco, promotores de las leyes que se dedicaban a la atropellarlas sin recato.
Lo que más sorprende es la falta de cuidado de las autoridades judiciales que tenían las pruebas de los desmanes de los dos diputados, ya encaminados al desafuero y no tomaron medidas precautorias para tener todo preparado para su detención. Se les fueron como si fueran párvulos.
Como si fuera casualidad, una vez desaforados después de cinco intentos fallidos desaparecieron y ahora otro gasto suntuoso y tiempo en el caso de Toledo para su extradición y a buscar al Huerta debajo de las piedras mexicanas.
La verdad, ha sido un ridículo muy exhibido de los legisladores que tanto tardaros para aplicar la justicia, por ello, nadie les cree.
La llegada de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) al poder en 2018 marcó un antes y un después en la política mexicana. Su discurso, centrado en la lucha contra la corrupción y en la reivindicación de los sectores más vulnerables, atendió el desencanto democrático que arrastró la sociedad después de corroborar que la alternancia en el año 2000 no benefició a la mayoría. Sin embargo, a lo largo de su mandato, el contraste entre lo que fueron sus grandes ideales de vida y las acciones tomadas en el ejercicio del poder, provocaron una especie de disonancia cognitiva social.
Se trata de un fenómeno en el que una gran parte de los mexicanos al enfrentar contradicciones entre las promesas trascendentales de justicia social, transparencia y desmilitarización del presidente y las acciones opuestas que tomó e implementó durante su mandato, optó por racionalizar y justificar dichas incongruencias para mantener su apoyo y lealtad al líder.
Este proceso tiene implícita una negación o minimización de la traición a los principios originales. Sin plena consciencia, la nueva elasticidad de los valores de la mayoría se convirtió en una flagrante violación a los mismos.
El combate sistemático que emprendió el gobierno en contra de la verdad, la codependencia de los programas sociales y la profunda e histórica necesidad del pueblo mexicano por encumbrar a “alguien” que personifique y de voz a los agraviados para combatir a las élites, fueron la combinación perfecta para que Andrés Manuel López Obrador, hábil en la identificación de las carencias materiales, identitarias y culturales, pudiera encontrar espacio para, con alevosía, emprender venganzas, explotar el rencor y sobre todo, ser desleal a sí mismo y a lo que representaba.
Culmina un sexenio en el que la tensión entre las expectativas y realidad se resolvió minimizando la importancia de los evidentes extravíos del mandatario, culpando a factores externos o a “enemigos” que, según el presidente, intentaban frenar la autodenominada “Cuarta Transformación”. Al apelar constantemente a un lenguaje de “ellos contra nosotros”, el presidente logró que muchos de sus seguidores reconfiguraran sus creencias para ajustarlas a la nueva realidad, manteniendo su apoyo a pesar de que las evidencias apuntaban en dirección contraria.
Las promesas de cambio se enfrentaron a una realidad llena de viejas prácticas. La militarización y el autoritarismo –cooptando todo a su paso– emergieron como solución pragmática a la incompetencia y la mediocridad en los resultados.
El pueblo optó por la fe. La disonancia cognitiva social llegó a contaminar el sentido de pertenencia. La mayoría prefirió abrazar las contradicciones de su líder antes que enfrentar la posibilidad de ser traicionados por él. Mientras que todo aquel que disintiera a los deformados nuevos preceptos sería señalado y aislado, pues representa a los “otros”, al enemigo.
Implementó lo que tanto criticó del sistema de clientelismo priista: dinero directo que se configuró como el mecanismo perfecto para comprar paciencia, tolerancia y complicidad. La dependencia económica como estrategia de control. Los errores del líder fueron perdonados en nombre del apoyo recibido. La incertidumbre de perder al caudillo es más temible que soportar sus traiciones.
El ciclo del abuso se reforzó con cada justificación. AMLO golpeó y violentó al país con decisiones contrarias a lo que él mismo estipuló antes de asumir el poder; el pueblo aceptó el castigo y se dijo asimismo que era por su bien. Así, el poder se mantuvo y la fe en el líder siguió intacta.
La disonancia cognitiva social se convirtió en el principal pilar de su liderazgo. La narrativa del cambio, el resentimiento y la lucha en contra de los enemigos –auténticos y ficticios– fue más potente y seductora que la propia realidad.
AMLO logró que los mexicanos prefirieron el consuelo de la ilusión a la dureza de la verdad. La traición reinterpretada como sacrificio. El resultado: existen ciudadanos quienes ponen a “debate” los resultados e inventan “nuevos enfoques” o “perspectivas” para medirlos. Encuentran formas para “argumentar” que 200 mil homicidios no es un fracaso de una estrategia en materia de seguridad.
“Justifican” que niños con cáncer sigan sin tener medicamentos. Toleran los ataques hacia las madres que con sus uñas rascan la tierra para encontrar a sus hijos. Voltean hacia otro lado a los señalamientos de corrupción sobre los hijos del presidente y sus amigos. Ignoran los nuevos negocios de la cúpula militar; minimizan el espionaje a periodistas y ciudadanos; aceptan el chiste de mal gusto que implica la narrativa de Dinamarca sobre el sector salud con una megafarmacia que ronda los 3 mil 614 millones para despachar 3 recetas por día; fingen mantener optimismo ante la peor deuda pública en los últimos 4 sexenios.
De paso menosprecian Ayotzinapa, Segalmex, y los asesinatos de activistas ambientales, periodistas y defensores de derechos humanos; así como la migración forzada por violencia de indígenas en Chiapas, Oaxaca.
Promueven un feminismo de papel que sólo terminó por exhibir a las mujeres a su alrededor. Les parece de lo más común que en una democracia moderna es que el hijo consanguíneo del líder forme parte de la plana mayor partido en el poder. Lo celebran. Consideran que el nuevo periodismo mexicano es asistir a la conferencia mañanera a participar en rifas, tomarse una foto y recibir de vez en vez un desayuno.
Todo lo anterior, por una sensación falsa de supremacía, de supremacía de los históricamente agraviados. Toleran todo con tal de acariciar la sensación de que, ahora sí, no son los chingados, si no los chingones, en términos de Octavio Paz. Dejaron de ser los hijos de la chingada, de la Malinche. Del México abierto y vejado. Se rebelaron… aunque solo sea una ilusión que fractura la sociedad y que aprovecha y alimenta un líder narcisista para maquillar su fracaso.
Es cierto, Andrés Manuel López Obrador será un líder de izquierda sin parangón que cuando llegó a ser presidente lo traicionó todo, inclusive a él mismo. Se suma a la historia como un mandatario más, tal vez con el diferencial de que ha sido uno de los que más lastimó al Estado mexicano, visto como un conjunto de normas y valores que nos rigen… porque lo que fue y promovió, no somos.
Miguel Ángel Romero Ramírez
Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia. X: @MRomero_z
A lo largo de la historia política de México, el conservadurismo ha estado marcado por una dualidad que oscila entre la defensa de valores tradicionales y la ambición por el poder, incluso a costa de sus propios principios.
En el siglo XIX, los conservadores mexicanos no dudaron en solicitar la intervención de potencias extranjeras, como Francia, para imponer un sistema monárquico frente a las reformas liberales impulsadas por Benito Juárez y su Constitución de 1857.
Este patrón de recurrir a influencias externas continuó durante el siglo XX, aunque de manera más sutil. A medida que México avanzaba hacia la modernización y la institucionalización de una República laica, el conservadurismo pasó de defender los valores católicos a adaptarse a un nuevo escenario político, donde lo moral y lo religioso se convertían en herramientas de control.
En su lucha por contrarrestar las políticas liberales, los conservadores no siempre se mantuvieron fieles a sus principios, haciendo alianzas estratégicas que les permitieran mantenerse en posiciones de poder.
Durante la primera mitad del siglo XX, el conservadurismo se posicionó como un bloque opositor frente a las reformas educativas y sociales, rechazando las políticas que buscaban un estado laico y socialista. Sin embargo, con la llegada del neoconservadurismo en las últimas décadas, este movimiento empezó a asumir un papel más pragmático, estableciendo alianzas con otros grupos religiosos, como los evangélicos, en su lucha por mantener el control moral en la sociedad.
Una de las grandes contradicciones del conservadurismo mexicano fue su disposición a aliarse con movimientos y actores políticos que, en apariencia, contravenían los valores cristianos que decían defender. Esta flexibilidad táctica permitió a los conservadores ocupar importantes espacios de poder, especialmente a través del Partido Acción Nacional (PAN), que se consolidó como la principal fuerza política conservadora en México a finales del siglo XX.
La inevitable influencia extranjera
Si bien el conservadurismo mexicano ha sido históricamente visto como el defensor de la moralidad y el orden, su gusto por lo extranjero, tanto en términos de influencia cultural como de apoyo político, ha sido una constante. Desde el siglo XIX, cuando promovieron la intervención francesa, hasta su aceptación del neoliberalismo económico en el siglo XX, los conservadores en México han demostrado una falta de congruencia con sus valores fundacionales.
Este deseo de controlar el poder, incluso mediante alianzas que socavaban la soberanía nacional o el bienestar de las clases populares, es una de las principales críticas que se les ha hecho a lo largo de la historia.
Conservadurismo tenaz…
El conservadurismo mexicano ha demostrado una increíble capacidad de adaptación. A medida que las dinámicas políticas y sociales cambian, han pasado de ser un bloque homogéneo católico para incorporar nuevas corrientes evangélicas y pentecostales, creando alianzas que a menudo responden más a intereses de poder que a principios religiosos.
Este reacomodo ha permitido a los conservadores mantenerse relevantes en la arena política, aunque muchas veces a costa de sus propios valores.
La historia del conservadurismo en México revela un movimiento en constante contradicción: defensor de la moral religiosa, pero dispuesto a comprometerse con influencias extranjeras y alianzas pragmáticas para lograr sus objetivos políticos.
A propósito, Giovanni Sartori señala: “el ideal democrático no define la realidad democrática, y viceversa, una democracia real no es ni puede ser una democracia ideal”, planteando que la política, en especial en contextos democráticos, debe equilibrar los ideales con la realidad política.
Para nuestro autor, una democracia funcional es aquella que consigue una adecuada combinación de representatividad y eficacia, lo cual es esencial para un gobierno democrático que pueda realmente gobernar, sin perder la legitimidad que otorga la participación ciudadana informada.
Al final, la clave es comprender las tensiones en el ejercicio del poder político en México y ampliar nuestra visión sobre la democracia (poder del pueblo), especialmente cuando los intereses conservadores han buscado influencias externas, como hasta hoy, para mantener su visión particular de orden social.
En los últimos años, el presidente de México, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), ha consolidado un nivel de respaldo popular sin precedentes. En parte, gracias a su política redistributiva del presupuesto público que ha generado lealtades entre los millones de mexicanos que han visto, por primera vez, un beneficio tangible a la decisión de votar por uno u otro partido, y, también, como resultado de una narrativa polarizante fundada en el resentimiento y la venganza.
Desde un punto de vista económico, este fenómeno se puede explicar bajo la visión de Thomas Piketty, quien lo entiende como el resultado de décadas de desigualdad derivado de la concentración de riqueza en manos de las élites. Las clases más desfavorecidas, afectadas por la falta de acceso a servicios básicos y oportunidades económicas, ven en las políticas de AMLO una posibilidad real de cambio. Los programas sociales y el aumento al salario mínimo representan un alivio tangible y una forma de redistribución del poder económico.
La lección aprendida de la administración que culmina es que al ciudadano común le importa poco si vive o no en una democracia o en un sistema autoritario, siempre y cuando pueda resolver su día a día. Bajo esa premisa, la mayoría de la población –esa que por décadas se ha sentido excluida– termina por favorecer a un líder como AMLO para concederle el poder absoluto, aunque eso implique la destrucción de un sistema democrático… del cual nunca se han sentido favorecidos.
Por otro lado, desde el punto de vista narrativo, López Obrador propone una falsa encrucijada: la justicia social sólo es posible a partir de la erosión del andamiaje democrático. Se trata de una estrategia de manual de los líderes populistas, quienes se aprovechan de diagnósticos certeros, como es la desigualdad, para posicionarse y, luego, usando las reglas democráticas, acceder al poder para después dinamitar el puente institucional por el que cruzaron con la finalidad de que nadie más desafíe su permanencia.
La reforma al Poder Judicial se constituye como un ejemplo emblemático de cómo el Poder Ejecutivo, en manos de un líder populista, puede manipular el descontento social para consolidar su control. En lugar de fortalecer la independencia de las instituciones, AMLO ha presentado estas reformas como una lucha necesaria para liberar al pueblo de una élite que, según su discurso, ha perpetuado la corrupción y la desigualdad. Sin embargo, este argumento oculta el hecho de que, al centralizar el poder y debilitar los contrapesos democráticos, se está mermando la capacidad de las instituciones para proteger los derechos individuales y garantizar la justicia imparcial.
Mientras Francis Fukuyama lo explica teóricamente el referirse a dicha estrategia como la política del resentimiento, López Obrador lo lleva a la práctica de una manera magistral cuando presenta a los sectores marginados como los únicos que pueden legítimamente demandar justicia. Sin embargo, en ese proceso, cualquier otra voz que no apoye al líder es identificada, peligrosamente, como traidora al “pueblo”. La violencia y asesinato de periodistas es una expresión de ello. La competencia política con candidatos asesinados, otra.
En el mediano plazo, la consecuencia de dicha dinámica es un debilitamiento profundo de las normas democráticas y una crisis de identidad política. Las instituciones están dejando de ser vistas como guardianes del bien común y se perciben, en cambio, como herramientas de opresión que deben ser derrocadas.
El enfoque de AMLO refuerza un ciclo peligroso de expectativas sociales desmedidas, que Claudia Sheinbaum heredará. Ella ha mandado señales preocupantes cuando parece que insistirá en seguir el camino que le ha marcado su líder.
Cuando sea cada vez más evidente que no es posible corregir todas las injusticias acumuladas durante décadas mediante medidas extraordinarias que solo generan la ilusión de un cambio profundo y división de la sociedad, sólo habrá espacio para más inestabilidad, radicalización e incertidumbre.
***Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia.