En la pileta del lavadero, Juan Basaguren se da un baño ruso: con la cara limpia y lo demás sucio. Su madre lo arrea para que se vaya pronto al trabajo o llegará tarde. Son casi las cinco de la mañana. A esa hora, hasta las legañas se congelan.
Hace un mes que consiguió esta chamba como ayudante de repartidor. Su trabajo consiste en acarrear, en cubetas de lámina, los pequeños trozos de hielo amontonados en el interior de la caja de un camión de redilas. Junta los trozos con una enorme pala y los vacía en la cubeta, luego se baja, el camión sigue avanzando, y pega la carrera para vaciar el contenido en una hielera que es propiedad de una marca de cerveza. Casi todas las tiendas de Lago Seco ya tienen una hielera.
Juan sabe que, si se ataruga, corre el riesgo de romperse una pierna o puede caer de trompa porque el camión no detiene la marcha. El conductor debe hacer su chamba y el chalán la suya.
Basaguren es bueno para el fútbol, por eso le adosaron el mote, por don Nacho, El Fraile, jugador del equipo Atlante. Pero muchos creen que le va mejor el sobrenombre por aquello del madruguete. Es bueno para el negocio, ha sido vendedor de paletas en los camiones y ha acarreado agua. Aprendió a manejar en los carros de los Ortega, sus vecinos de la calle doce. Espera que se la den de chofer algún día. Por eso le pone enjundia a la corretiza: todo está cronometrado, el hielo debe entregarse antes del meridiano para que los cerveceros puedan beberlas bien muertas a la hora del calor. Al cliente lo que pida, y más si es posible.
Juan tiene los ojos rasgados, como asiático. Dice su madre que los tiene de persiana horizontal. Es el menor de los varones de un total de cuatro hermanos, dos hombres y dos mujeres. Siempre ha sido de espíritu inquieto. Le gusta el negocio y ha sabido navegar entre el fuego sin quemarse. Para ser trucha hubo de nadar río arriba a fin de aprender los trucos del barrio. Ahí no se andan con cuentos ni historias para dormir al velador. O como se dice cuando un ventajoso intenta verle la cara a alguien: qué dijiste, este cuaresmeño ya lo desnudé.
La malicia no le llegó a Juan de buenas a primeras. No. Resulta que, años atrás, su santa mamacita estuvo junte y junte billetitos en una lata de galletas que guardaba al fondo del ropero. Todas las noches hacía el mismo ritual: abrir el ropero, sacar la lata, abrirla, quitar la liga al envoltorio y ponerse saliva en las yemas de los dedos, pulgar e índice, para contar el fajo como verdadera cajera virtuosa de una sucursal bancaria.
Juan y sus hermanos tomaban asiento en el piso de tierra de su vivienda y contemplaban el prodigio: el dinero pasaba rápidamente ante sus ojos resbalando sobre los dedos de su madre, como el gatillo rápido de un pistolero de película.
—Este dinero lo vamos a usar para comprar un tocadiscos y hacerle su fiesta de quince años a La Negra. Para que se baile unas polkas —dijo orgullosa la mujer, volvió a poner la liga al paquete de billetes, una vez anexado el nuevo capital, lo depositó en la lata de galletas y lo regresó al escondrijo del ropero.
Los chiquillos, que nunca habían visto tal cantidad reunida, sentían que estaban transformándose en personas importantes. La Negra ya se veía bailando a media calle terregosa con sus chambelanes y sus hermanos pequeños imaginaban de qué tamaño sería el pastel y cuántas rebanadas podrían comer. Era la primera vez que serían anfitriones en una fiesta.
La lista de invitados ya estaba casi lista, aunque seguía en duda la invitación a El Compadre Narices, porque era bien briago y le andaba tirando la onda a la madre de los pequeños. Para entonces, El Difunto, que todavía no era difunto, padrastro de los niños, sólo se aparecía por la casa cada cierto tiempo y no había alguien de respeto en aquella familia; por eso el languso estaba en veremos. Además, sería la presentación de La Negra en sociedad y la oportunidad de mostrarle al barrio que en Lago Seco también soplaba el aire.
Basaguren, que para entonces rondaba los doce años, tenía el mal hábito, según su madre, de ser jacalero: metiche en las casas ajenas. Era compañero de escuela y muy amigo de los hijos de los carniceros, una pareja que tenía negocios con este giro en el barrio.
Lo común era ver reses y cerdos, en canal, colgados en ganchos de acero a medio patio de su casa: un lugar con piso de tierra que frecuentemente se anegaba y volvía el piso lodoso, mezcla de sangre y tierra suelta; así como el muy particular hedor que emanaba de la letrina ubica en el otro extremo del terreno y que se confundía con el olor a cadáver de animal en el ambiente.
Los hijos de los carniceros presumían ser diestros con los cuchillos afilados. Incluso, Juan fue testigo el día que uno de sus pequeños amigos, de una certera puñalada en el corazón de un cerdo amordazado, demostró ser un experto matancero. Los cerdos, con las patas amarradas, suplicaban por su vida con chillidos ahogados y el hocico amordazado.
—Arrima la bandeja. No te quedes mirando nomás —gritó la mujer a Basaguren. Ella era grande y gruesa, de peinado permanente y labios rojo carmesí, y fungía como madre de sus amigos.
Frunciendo el ceño, Juan arrimó el recipiente hasta donde la vida escapaba del animal a borbotones.
—Ahora haces gestos, pero, cuando te comas un taco de rellena, verás qué sabrosa. Hay que acostumbrarse a lo apestoso si quieres disfrutar de lo sabroso —remató la mujer riendo a carcajadas. Después siguió dando órdenes a los hombres que, rápidamente, extrajeron las entrañas del animal y las colocaron en una tina grande de aluminio donde las mujeres del barrio acostumbraban a remojar la ropa blanca en agua con cloro.
El olor a hierro de la sangre de aquel matadero clandestino se impregnaba en las fosas nasales del pequeño Juan Basaguren. Pese a que no era la primera vez que entraba en aquella casa, siempre había algo que le sorprendía, ya fuese una orden a los empleados dada con palabras de carretonero o los brazos de ellos, marcados por innumerables tasajeadas y cortes que terminaban por dejar cicatrices permanentes sobre su piel mortecina.
Pero su natural curiosidad no lo abandonaba: todas las tardes al salir de la escuela, apenas se cambiaba los zapatos y el uniforme, se enfilaba a la casa de los carniceros que le producían una especial fascinación. La neurosis de aquellos seres enfundados en sus batas blancas de manga corta, salpicadas con fluido rojo, le provocaba descargas de adrenalina.
Aquella noche, como siempre, la madre de Juan cumplió con el ritual de incrementar el ahorro para la fiesta de La Negra. Añadió tres billetes más al paquete, ante la mirada de sus hijos que esperaban, impacientes, la fiesta. Por vez primera en su vida, tendrían oportunidad de ser el centro de atención de aquella colonia naciente en Lago Seco.
Al día siguiente, Juan salió de la escuela, sustituyó sus zapatos y su uniforme y corrió a toda prisa rumbo a la casa de los carniceros. Era día de celebración: en medio del patio, empleados y patrones bebían cervezas y comían tacos de carnitas de cerdo.
Un gran barullo que semejaba un nido de avispas se mezclaba con el ruido de una consola que reproducía la música estridente de un bolero. La aguja del equipo rasgaba los surcos de los discos de acetato y de ellos brotaba la melodiosa voz de El Ruiseñor de América: …ató con cinta los desnudos huesos/ el yerto cráneo coronó de flores/ la horrible boca, la llenó de besos/ y le contó, sonriendo, sus amores…
En medio del jolgorio, y envalentonado por la camaradería de los matanceros, El Basaguren comentó, dándose su importancia:
—Mi mamá está guardando dinero para los quince años de mi hermana La Negra. Vamos a comprar un tocadiscos como ése, y señaló la consola. Ya tiene bastante, sé dónde lo guarda.
Se hizo un silencio general. Julio Jaramillo terminó la última frase de su canción y en el preciso instante en que la música decreció hasta esfumarse y sólo la aguja avanzaba y retrocedía sobre la pasta del disco, como una puerta que se abre y se cierra con insistencia, el chiquillo logró atraer para sí toda la atención. Basaguren dio pormenores sobre el capital para la fiesta, ante el insistente interrogatorio de los padres de sus amigos; precisó el monto y las denominaciones de los billetes que conformaban el dinero ahorrado por su madre.
—Aquí no pasa nada —dijo el padre de familia, un hombre gordo de baja estatura, cabello negro y grasoso peinado hacia atrás y cara de pitbull.
—A ver chamaco, vente para acá. Ahorita nos vas a explicar cómo es que tu raza miserable tiene tanto dinero, cuando a nosotros se nos acaba de perder justo esa cantidad que dijiste —la mujer tomó con fiereza el brazo de Basaguren y prácticamente lo arrastró hacia uno de los cuartos al fondo del terreno, sin dejar de injuriarlo y mostrándole uno de los cuchillos con los que los cerdos del corral eran sacrificados en medio del patio.
—Miren, esta es la cucaracha que trajeron a la casa para que nos robara. Uno que es gente decente, persona de trabajo y cualquier hijo de la tiznada viene y se lleva lo que tanto esfuerzo nos ha costado —remató el gordo, líder de familia, dirigiéndose a sus hijos que en nada parecían asombrados, sino parte de una mala representación teatral, perfectamente montada, que todos sabían al dedillo.
¿Quién está ahorita en tu casa?, preguntó la mujer a Juan y, luego de corroborar que estaba el campo libre, amenazó al chiquillo, nuevamente, con el arma y le recordó los horrores de la matanza de cerdos que tanto le habían sorprendido. Te vamos a sacar la sangre como a los cochinos y los alimentaremos con tus pellejos, subrayó la madre con un gesto, mezcla de indignación y advertencia.
Ante tales augurios, Juan Basaguren salió del lugar escoltado por los dos carniceros y se dirigió a su casa, ahí tomó el dinero escondido al fondo del ropero, dentro de la lata de galletas, para entregarlo en propia mano a sus extorsionadores.
—Ora sí, a la tiznada. Muchacho ratero. Y no te quiero ver por mi casa porque te haremos comida para puercos —sentenció el gordo padre de familia y se embolsó el fajo de billetes, luego se enfiló a su hogar dulce hogar, abrazado con su enorme esposa.
Cuatro horas después, cuando los perros ya ladraban a las sombras, la madre del Basaguren abrió la puerta desvencijada de su vivienda, volvía de trabajar. Se puso cómoda calzándose unas chanclas. Puso a hervir, a fuego lento, en un pocillo de peltre, un poco de agua sobre la estufa de petróleo para prepararse una taza de café. Preguntó a sus hijos sobre sus actividades del día y se dispuso a cumplir con el ritual de la lata de galletas: abrió el ropero, tomó el recipiente y lo sintió menos pesado, retiró la tapa y miró dentro:
—¡Aquí no hay nada! — se sintió más vacía que la propia lata. Sintió que perdía el resuello, que sus rodillas se doblaban, que la vista se le nublaba y que de su boca salía espuma en lugar de palabras. Los chiquillos asustados del otro lado de la cama abrieron los ojos tratando de encontrar la mejor explicación, pero no estaban en posibilidad alguna de proporcionarla. El único que sabía sobre lo sucedido permaneció con la vista clavada en el piso, deseando que la tierra se abriera, que lo tragara entero y luego cerrara su boca como él no fue capaz de hacerlo.
La madre, conocedora de cada uno de sus polluelos, notó al instante aquel comportamiento y se arrojó sobre Juan para aplicarle un interrogatorio del tipo agente de la Dirección Federal de Seguridad, pero los otros pequeños se lo impidieron rogándole que se calmara. Como pudo y arrebatándose el nudo que le oprimía el gañote, el pequeño Basaguren explicó lo sucedido. Entonces la madre lo tomó del brazo, del mismo brazo del que lo había atenazado horas antes la mujer gruesa, y lo llevó a casa de los carniceros para exigirles la devolución del dinero.
Con sorna, los carniceros dieron una repuesta precisa:
—Tiene usted un chamaco ratero y todavía se atreve a venir a esta casa decente, con total desvergüenza, a reclamar. Váyase mucho a la…
La última frase no terminó por llegar a los oídos de la mujer. Un mecanismo de defensa la obligó a bajar los brazos; dio media vuelta y regresó a su vivienda, a poco más de trescientos metros de distancia.
Fueron tres años de acumular propinas; más de mil días consolidando un ritual del que todos en casa eran adeptos; aquel fajo enorme de billetes de baja denominación se había esfumado a causa de los dichos fáciles y confiados de un escuincle que acababa de dejar sin quince años a su hermana La Negra. Todas las ilusiones de ser alguien en el barrio se esfumaron, sólo estaba la lata de galletas y un par de ligas en el fondo de esta. Empezar de nuevo será difícil, pensó la mujer.
—Por eso te voy a matar, por hocicón, por lengua suelta, por jacalero. Pero lo que más me encanija es que me restrieguen delante del mundo que eres un ratero. Te prefiero tieso a que me salgas malo, porque yo no voy a criar lacras. Por eso te vas a morir —dijo la madre, visiblemente alterada. Se sentía masticada, escupida, y con la dignidad pisoteada. Su deseo de figurar como persona respetable en la naciente Lago Seco se había ido, y en su lugar rondaba el fantasma del desprestigio, del escarnio, la vuelta a la letrina. Tomó un cuchillo de sobre la mesa de la estufa de petróleo. El agua hervía y se evaporaba en múltiples burbujas que estallaban dentro del pocillo. Arrastró los pies y miró a sus hijos alejarse de ella, aterrorizados.
Nada le dolía más que la deshonra: poco importaba saber que las acusaciones contra su hijo fueran falsas. Se hizo el silencio, como si el aire del lugar hubiera sido extraído por una bomba gigante de succión. Los niños la miraban fijamente.
Todo estaba mal en esos momentos, pero, podía ponerse peor. Bastó en un segundo de introspección y se aterró de sí misma. Arrojó el arma lejos y se recostó sobre la cama. Pidió a los pequeños que se acostaran junto a ella, que la abrazaran. También tú, le dijo a Juan Basaguren. Una tibia caricia en el ambiente los envolvió. Así permanecieron largo rato, en silencio, mirando el techo agujereado por donde se colaban las estrellas. Después durmieron profundamente.