Aurelio es ciego de nacimiento, Socorro es su lazarillo: menudita, mira fijamente con sus ojos pequeños y aguzados; el cabello azabache le cae sobre la frente como un mechón inquieto, una especie de limpiaparabrisas.
Aurelio y Coco, como suele llamarla él, habitan en una colonia popular rodeada de avenidas bulliciosas. Su vivienda es un espacio lineal muy similar al andén de una estación de tren, contigua al basurero del mercado local, por lo que, a la hora del calor, es urgente cerrar las ventanas para evitar que el olor a podrido impregne el lugar.
Sobre una fila de mesas, junto a la pared del lado izquierdo, Aurelio apila hierbas diversas sobre páginas de periódico extendidas; las sumerge en alcohol dentro de numerosos garrafones de vidrio, para extraer sus propiedades curativas. Del lado derecho, al fondo de la vivienda, hay dos camas individuales y varias sillas acomodadas con el respaldo hacia la ventana, tapizadas con plástico color dorado.
El primer paciente es atendido por Aurelio a las nueve de la mañana y, con frecuencia, el último abandona el lugar cuando ha llegado la noche. Una vez concluidas las consultas, Socorro tranca la puerta y se cerciora que las hierbas estén en su sitio, debidamente organizadas y sin mezclarse, sobre las hojas de los diarios; también revisa que los esparadrapos estén bien roscados en las bocas de los botellones bajo las mesas.
El ciego tiene un aguzado olfato para detectar un bidón mal cerrado o una hierba que se ha mezclado con otra distinta. Lo importante en esta profesión es garantizar la salud del paciente. Uno sólo es instrumento del altísimo, él te cura, yo ayudo —dice a sus pacientes que vienen desde zonas distantes de la ciudad y del país, en busca de aliviar sus malestares físicos o del alma.
No recuerdo con claridad el motivo por el que fuimos a consulta con Aurelio en la colonia Nueva Atzacoalco. Tal vez se trató únicamente de una limpia para “despojar” a la abuela de las sombras negativas, o el mero deseo de ella de sentirse protegida. Pero la abuela era cliente frecuente de ese tipo de alivios —como ella decía.
El mero trayecto para llegar al consultorio del ciego implicaba transbordar en dos ocasiones: salíamos de Lago Seco a bordo de un chimeco y en la estación San Lázaro trepábamos en otro transporte, éste de color amarillo, cuyo frente se asemejaba lo mismo a una pecera que a una vitrina de carnicería.
La hermana mayor de la abuela buscó afanosamente, durante varios años, a su primogénito desaparecido; recurrió a la brujería y a la cartomancia, intentó comunicarse con el espíritu del desaparecido a través de médiums.
Muchos fueron los resultados de esas consultas: está vivo y bien de salud, pero ahora no puede regresar porque está recorriendo el mundo en un barco italiano; perdió la memoria y ahora vive en Chiapas, ahí vive con una mujer buena, en un par de meses serán padres de un varón; un par de agentes policiacos lo asesinaron en una pelea en un bar y arrojaron su cuerpo al canal de aguas negras, pero su alma no encuentra descanso y pide que, por lo menos, hagamos diez sesiones como esta para pedirle al creador que le dé el eterno descanso, pues murió de forma violenta y no tuvo tiempo de arrepentirse de sus pecados —esto dijo el médium y cobró los veinte pesos por sus servicios, luego agendó una cita para la siguiente semana a la misma hora.
Entonces, a la hermana mayor de la abuela, se llamaba Marcelina, le recomendaron los servicios de Aurelio, el ciego. Él no dio le falsas expectativas, tampoco se aprovechó de la esperanza de la mujer. Esa actitud generó en la tía Marce un sentimiento de sosiego y paulatina resignación. Así fue como llegamos al consultorio del ciego, por recomendación de la tía.
Ya he dicho que la abuela era proclive a lo desconocido, prueba de ello es que en sus épocas más difíciles hubo de poner a su pequeño hijo Nicolás en manos de Dios:
Definitivamente, ese niño no era para mí; era como un angelito de los que están en los cuadros de la iglesia. Me duró seis días con sus noches el gusto de tener un cachito de cielo en mi casa, porque Nicolás empezó a ponerse morado, primero un dedito, después una mano, luego un brazo, hasta que el pecho se le tiñó de púrpura.
Nomás lloraba, siempre de noche. Dios me perdone, pero no dudo que algo malo me le hayan hecho a mi niño, puede que la mujer con la que andaba mi esposo haya querido hacerme mal a mí, pero Dios, como es tan grande, lo detuvo a través de mi angelito. No sé, sólo imagino. Murió una noche, iban a dar las doce. Lo estaba acomodando para darle pecho, nomás se quedó con la boca abierta, una gota de leche se cuajó apenas hubo salido de mi pezón.
No te miento. Es más, tardé varios meses en quitarme la sensación de seguir amamantando a Nicolás, a pesar de que mi cuerpo ya no producía leche. Él nació antes que Juan y hubiera sido más grande que mi hija Rosa, pero éramos muy pobres y mi marido andaba de picos pardos; no tenía ni para el doctor, de hecho, los doctores me pidieron que les regalara el cuerpo de mi Nicolás, dizque para estudiarlo porque su enfermedad era muy rara. Yo les dije que no, y pedí prestado para sepultar a mi niño. Pero eso sí, cuando lo vi muy malo se lo encomendé al creador y le dije: si no ha de ser para mí, por favor, quítalo de sufrir. Creo que por eso se murió esa misma noche, porque a Dios no se le ponen condiciones. También puede que Dios se apiadara de nuestro sufrimiento. No sé, sólo pienso.
La abuela hablaba y hablaba en esas largas sesiones con Aurelio, me evadía de su monólogo, apenas ponía atención, como entre sueños, a sus historias de hambre, muerte y desesperanza. Durante el viaje de ida, miraba a través del parabrisas del autobús, por eso me gustaba sentarme en el pasillo. Esos camiones, por lo general, no circulaban con gente de pie, eso me parecía.
Salíamos de Lago Seco pasadas las nueve de la mañana, hacíamos una escala en casa de la tía Marce para platicar un rato —eran tres horas de historias y almuerzo—. Luego caminábamos rumbo al consultorio de Aurelio.
Me aturdía el olor a hierbas que impregnaba el ambiente. En tanto, Aurelio sentaba a la abuela sobre una silla y colocaba ambas manos sobre la cabeza de ella, musitaba algo como una oración que involucraba santos, ángeles y querubines; sus párpados plegados hacían conjunto con aquellos ojos blancos de persianas cerradas que miraban dentro de sí y escudriñaban las penas que atormentaban las almas de sus clientes.
La abuela cerraba los ojos y se abandonaba a la imposición de manos del ciego que lanzaba chillidos y elevaba el rostro hacia el cielo, tal vez solicitando a la divinidad, de tú a tú, que el alma atormentada de la abuela fuera liberada. Tal vez por eso ella recurría a su ciego de lujo, entrón y sanador. Yo, sentado al borde de una de las camas al fondo de la habitación, miraba los ojos cocidos del ciego. Era extraño, pero me sentía observado por él. Era lógico: si él era capaz de escudriñar las cosas más íntimas del alma ajena, qué podía impedirle asomarse a mis pensamientos. Eso me incomodaba.
En una de esas sesiones, conocí de voz de la abuela, por vez primera, la historia de la tía Cuca, mujer del tío José, que estuvo en la cárcel un año, por matar al querido de ella:
Cuca siempre fue muy livianita. Como dirían en mi pueblo, le gustaba el lingo lilingo. Eso sí, era muy guapa, de ojos muy grandes y verdes; era coqueta, siempre andaba muy arreglada, con unos vestidos bonitos. La mamá de mi tío José siempre dijo que esa mujer le daría problemas, pero él nunca quiso oírla. Se casó con ella, eso sí, de blanco. Y la llevó a vivir cerca de los padres de él. José salía a trabajar y ella se quedaba en la casa. Dicen, a mí no me consta, que hasta en su propia cama se acostaba con el querido. Los viejitos, los suegros de ella, bien que se daban cuenta, pero no querían darle un disgusto al hijo. Pues no pasó ni un año y a ella le ganó más la comezón y se escapó con el otro, y dejó a José. Pero mi tío no era tarugo, lo querían hacer tarugo, pero eso es diferente, por eso anduvo averiguando a dónde se habían ido “los novios” hasta que dio con ellos. Sin decirle nada a nadie tomó un camión a Guadalajara y luego otro que lo llevó hasta donde habían hecho hogar. Llegó a la tienda y haciéndose el desentendido le dijo al tendero que andaba buscando a una pareja de recién casados, que ella se llamaba Refugio y que era muy amigo de ellos, pero quería darles una sorpresa y… en fin, que el cuento funcionó y el mismo tendero, gustoso, fue a informar al nuevo marido de Cuca que un buen amigo lo estaba esperando en la tienda. Pasados cinco minutos regresó el tendero con el rival del tío José.
El hombre caminaba entelerido. No tuvo tiempo de entender: sólo alcanzó a abrir desmesuradamente los ojos cuando el tío le arrebató la vida vaciándole el cargador del arma. Al tío José le dieron una pena de cárcel de 25 años. Reunía todas las agravantes: premeditación, alevosía y ventaja. Te vas a pudrir en la cárcel, le dijo la tía Cuca durante una inesperada visita en la cárcel, la última vez que se vieron con una reja de por medio. Pero la mujer no partió sin antes sentenciar: me mataste uno, a ver, mátamelos a todos. Dio media vuelta y coqueta salió de la cárcel echando miradas invitadoras a los custodios. Pero mira que Dios es grande: José dormía en una especie de cueva, así era la cárcel de ese entonces; los metían con la cabeza hacia dentro, boca arriba, en una especie de tumba donde no podían darse vuelta y apenas se podía respirar. A muchos los sacaban muertos, anochecían y no amanecían.
Así pasó un año, pero le prometió a la virgen de San Juan de los Lagos que, si lo libraba de esa pena, para agradecérselo, él iría caminando desde la misma puerta de la cárcel hasta el santuario de la morenita, pero iría descalzo, con los ojos vendados; cargando dos pencas de nopal, una en el pecho y una en la espalda; también llevaría un mecate amarrado del pescuezo, de donde su madre lo iría arreando, como un buey. En esos tiempos, cuando iniciaba en el encargo el nuevo presidente de la república, se acostumbraba a indultar un cierto número de presos, y le tocó a mi tío José. Un año estuvo dentro, condenado por homicidio, con todas las agravantes. Sólo un año. Dios bendito. Y le cumplió a la virgen. Pagó sangre con sangre, porque sólo así se pagan estas cosas.
Yo miraba a la abuela, sin descuidar los ojos cocidos del ciego. Mis pulmones estaban repletos del olor a hierbas y alcohol. De pronto, en el ambiente se hizo un gran vacío, un silencio que parecía trasladarnos de la vida hacia la muerte y de regreso. El olor a podrido se impuso al aroma de las hierbas con alcohol y Aurelio lanzó un nuevo chillido elevando la cara hacia el cielo. Así permaneció por unos segundos, tal vez fueron minutos, como una escultura, petrificado, con los brazos abiertos, extasiado. Hasta que el olor a podrido se disipó. La abuela suspiró y de su suspiro brotaron mil desahogos —o eso me pareció— que estallaron en luces blancas y rojas, y se esparcieron, primero por la vivienda y luego se arrastraron por debajo de la puerta para escapar y anidarse en otro sitio. La abuela permaneció quieta, con los ojos cerrados, sentada sobre la silla. Pude sentir la densidad del ambiente.
Salimos de aquel lugar cuando la calle ya estaba oscura. Al salir, sentí la mano del ciego acariciarme la coronilla. Estaba seguro de que él no veía con los ojos, pero era capaz de observarlo todo. Socorrito me regaló una sonrisa. El ciego también sonrió, ese gesto me sigue inquietando: suelo soñar que miro mi reflejo en el par de espejos incrustados detrás de mis párpados. En ellos no existen las dimensiones de espacio o tiempo. Escucho mis latidos. Sueño que duermo y vuelvo a despertar, de forma intermitente.
Todo sucede durante un imaginario traslado desde la colonia Nueva Atzacoalco hasta nuestra casa en Lago Seco, a bordo de un camión que asemeja la vitrina de una carnicería o una pecera. Intento ver a través del pasillo repleto de personas que se aferran a los pasamanos donde nadie toma asiento. Afuera, los demás vehículos lanzan destellos luminosos esporádicos. Desde el interior, miro con atención los reflejos distorsionados en las ventanillas.