Estábamos cansados de las golpizas que le daba Mauro a nuestra madre. Había perdido, prácticamente, todas las piezas frontales, excepto los colmillos. Tiempo después, cuando se embarazó de Rita, nuestra hermana menor, perdería las muelas también.
Cuando Mauro llegaba borracho a los cuartos que rentábamos en la calle once de Lago Seco, un cúmulo de pensamientos oscuros nos invadía. Pensé que un día habríamos de vencer nuestro miedo y lo enfrentaríamos, sólo pude comprobar que ese tipo de deseos rebasan su frontera y se convierten en obsesiones asesinas.
— Voy a envenenarte la comida si vuelves a pegarnos -amenazó en cierta ocasión mi madre, sólo obtuvo una nueva golpiza que la postró durante tres días.
Tomás es el mayor de mis tres hermanos. Le seguimos: yo y José -en ese orden-; este último era el más pequeño, con quien Mauro se encariñó y lo quiso como si fuera propio. Después nació Rita -hija de Mauro- a quien apodábamos la calaca.
Mi madre se hizo novia de Mauro en la fonda donde trabajaba como mesera. En principio, él nunca manifestó inconformidad por hacer vida con una mujer que huyó de León, Guanajuato, acompañada por sus tres hijos y se estableció en casa de su hermana mayor, hasta que llegó su momento de “pagar la renta” y fue acosada por su cuñado:
—Tú decides: nos acostamos o te largas de mi casa con tus chamacos -fue la condición de Francisco, esposo de su hermana.
Por respuesta, mi madre tomó sus cosas y a sus hijos y decidió rendirse ante una ciudad que parecía obsequiarle un odio gratuito. Esa misma noche en la fonda, Mauro, quien ya había intentado entablar plática con ella, le pidió “sin malicia”, que le permitiera rentarle un cuarto en la incipiente Lago Seco, donde pudiera atender a sus hijos. Es evidente que la convenció, y que pasaron de la amistad desinteresada al agradecimiento y a lo que le sigue.
A mi madre le gusta platicar sobre el esfuerzo que le implicó ascender de galopina a cocinera. Gustaba almidonar sus mandiles, que siempre estaban muy blancos, para estar presentable. Guarda con orgullo, en latas de galletas, la morralla de sus propinas. Se precia de preparar cazuelas enormes de alimentos en tiempos breves. Pero se queja, siempre, del fuego “mirruño” que emiten las estufas caseras; cocina sobre dos grandes quemadores que compiten con sus habilidades adquiridas bajo presión.
Ella entiende que, en la cocina, cualquier omisión o descuido repercute, en el mejor de los casos, en un arroz quemado, en una sopa cruda, o bien, salada; en el peor, se torna en una quemadura grave que te recordará, toda la vida, tu falta de pericia para utilizar el fuego y mantenerlo a distancia.
Pese a que ella conocía este secreto, pasaron muchos años para que lo aplicara de forma igual en su vida. Siempre estuvo bajo fuego y bajo presión.
Mis hermanos y yo teníamos la obligación de cuidarnos unos a otros. Tomás era el encargado de comprar la comida para todos en el mercado de Las Maravillas. Vivíamos en una aparente libertad, bajo el techo de lámina de una vivienda rentada, con tres camas donde nos distribuíamos para pasar la noche. Cada día por la mañana, durante muchos años, nos lavábamos la cara y corríamos presurosos a la escuela del mismo barrio.
Mi madre dejaba las monedas suficientes para los alimentos sobre la mesa de madera cubierta con un mantel de plástico floreado. Fueron muchas las ocasiones que Tomás nos dejó sin comer: le gustaba jugar a las canicas y al trompo, y, frecuentemente, perdía el dinero. Otras veces, intentaba revendernos la comida o los panes. Otro de sus placeres, además de escatimarnos la comida, era quitarse los zapatos al volver de la escuela y andar descalzo sobre el piso de tierra.
Mi hermano José es del tipo de personas que la necesidad impulsa a buscar oportunidades para sobrevivir: vendía paletas de hielo en los camiones, acarreaba agua para los vecinos y hacía negocio revendiendo baratijas entre los muchachos del barrio.
Rita era la más pequeña y, por ende, la más vulnerable. De cuerpo delgado y sonrisa fácil, quedaba al cuidado de nosotros. Para ella siempre había un poco de leche.
Para José y para mí, que no podíamos darnos el lujo de comer fruta, era un placer comprar al vendedor las cáscaras que bien podrían considerarse desperdicio. En una olla de peltre las transportábamos hasta nuestra vivienda para arrancarles a mordidas la escasa carne que aún conservaban. En cierta ocasión, pude ver la alegría de José, mi hermano, al recoger una manzana apenas mordida, tirada segundos antes por otro niño que caminaba por el mercado, tomado de la mano de su madre: “no la levantes, te doy otra”, dijo la mujer al pequeño y avanzaron unos metros; entonces, José la tomó del piso y la frotó sobre su playera roída para quitarle, en apariencia, cualquier suciedad. “Órale negra. Está bien buena”, me dijo y extendió la fruta hasta mis manos.
Comer cáscaras era uno de los pocos placeres que podíamos disfrutar durante el día, porque al llegar la noche, también venían los insultos y los golpes por parte de la pareja de mi madre.
A menudo escuchábamos bajo una de las camas el chillido de un perro. Tomás era el más cobarde y prefería decirnos que estábamos locos y evitaba echar un vistazo para cerciorarse y confirmarnos que ahí no había nada. Por lo regular, ese sonido empezaba cerca de las nueve de la noche y duraba menos de una hora. Sigilosos, nos acostábamos todos en una sola cama sin atrevernos a mirar siquiera en dirección al sitio donde el perro se lamentaba.
Éramos niños presa del espanto. Tanto el perro como el ebrio eran algo aterrador. En más de una ocasión, intentamos convencer a mi madre de dejarlo, de abandonar aquel lugar de zozobra. Ella se limitaba a decir que Mauro era el padre de Rita, la más pequeña, y que necesitábamos un hombre en la casa. Que no podíamos negarle a nuestra hermana la posibilidad de crecer con su padre y, con suerte, hasta él nos aceptaría como si fuéramos sus propios hijos.
Una noche de gritos y golpes, cuando la presión llegó a su punto máximo, Tomás se armó de valor y tomó un envase de cerveza y se plantó frente a Mauro:
—Usted no le vuelve a pegar a mi madre -dijo y levantó el objeto por encima de su propia estatura-, se declaró listo para asestar un golpe que, de una vez y para siempre, terminara con la historia de abusos de su padrastro.
El ebrio, al ver menoscabada su autoridad, tomó un cuchillo de un plato con migajas y lo empuñó con el aplomo de la defensa propia, sonrió seguro de sí, sintiéndose dueño del monopolio del uso de la fuerza. Fue entonces que mi madre debió decidir, en fracciones de segundo, de qué lado estaba. Tomó, a su vez, un trozo de varilla que servía para trancar la puerta y se plantó junto a Tomás, para enfrentar juntos a Mauro.
—Tú decides. No eres tan tarugo como para no saber que dos es más que uno. Se acabó, hijo de la tiznada. Vete y déjanos.
Pese al alcohol en la sangre, en Mauro se cumplió la máxima que dice: “no hay borracho que coma lumbre”. Dio media vuelta y con cinismo sentenció:
—Volveré cuando se les haya bajado el coraje -y como si no hubiese sucedido nada, se perdió en la noche, entonando aquella canción que nos sigue provocando escalofríos: “Más hermosa eres que el sol. Y más blanca que la espuma…”.
Mauro no dio señales de vida durante varios meses. Continuamos con nuestra rutina: atender a Rita, negociar con Tomás los bolillos y la comida, ir a la escuela, comprar desperdicios de fruta para comerlos y ver a mi madre, ocasionalmente, cuando llegaba del trabajo y cuando partía, de lunes a domingo.
Entonces, por comentarios de una vecina, nos enteramos de un terreno en venta ubicado en el mismo barrio. A fuerza de insistirle, mi madre accedió a verlo y platicar con la propietaria. La oferta era atractiva, aunque requería de un esfuerzo grande para pagar el enganche y comprometerse con mensualidades fijas durante varios años. A cambio, la vendedora nos pidió estar pendientes de los cuartos que arrendaba, contiguos al terreno que adquirimos.
De esa manera, llegamos a la calle doce con nuestras escasas pertenencias. Sólo dejamos el colchón de Mauro; tal vez, en un intento por abandonar el miedo, como una cruel metáfora de aquellas pesadillas que estábamos dispuestos a olvidar.
Apenas empezaba a trazarse la cuadrícula de las calles de Lago Seco. Las víboras dibujaban letras “ese” en el trozo de laguna que mi madre adquirió. Compramos un par de camiones de cascajo para rellenar, y un millar de tabiques para sobreponerlos, en un intento de habilitar dos cuartos, más propios de animales que de personas. Pero eso no importaba, en absoluto, era nuestro aquel trozo de país.
La propiedad ya contaba con la barda frontal y una lateral. La escuadra restante estaba formada por las bardas perimetrales de las casas vecinas. De cierta forma, estábamos resguardados en un rectángulo a más de trescientos cincuenta kilómetros del lugar donde nacimos mi madre, mis hermanos y yo. Desde ese momento, la nostalgia por el origen empezó a difuminarse.
“No vale nada la vida, la vida no vale nada. Comienza siempre llorando y así, llorando, se acaba…”, escribió el poeta. Tuvimos la oportunidad de vivir en un terreno propio; a partir de ella, cada uno de nosotros escribió una historia personal.
Tres semanas después, mientras dábamos maíz quebrado a las palomas, en un corral improvisado donde dormían acurrucadas y se arrullaban, mi hermano José gritó gustoso:
— ¡Ahí viene mi papá!
Eran más de las nueve de la noche. Un foco de sesenta watts sobre la barda frontal hacía intentos por espantar la oscuridad de aquel páramo semi poblado. Mauro, con su colchón sobre la espalda, asemejaba un tameme de pesadillas, el Pípila maldito que se oculta de la luz de las estrellas.
Entonces, desde la oscuridad, la voz de mi madre resonó segura, firme:
—En esta casa no vas a entrar. Lárgate y déjanos vivir.
Esperamos más de cinco años aquella frase. Éramos nuevos terratenientes; mi madre dijo, por vez primera, la palabra “casa” y se atrevió a negarle la entrada, definitivamente, al hombre que le estaba marcando la piel y el alma. Rita, con su fragilidad, llegó hasta donde escuchó las voces y dijo:
—Mi papá tiene frío – mi madre no respondió. Sólo miró a Mauro y apretó los puños.
Tal vez esta declaración de realidad obligó al hombre a internarse con su colchón a cuestas en la parte más oscura de aquella boca negra, hasta confundirse con la penumbra.
Lo cierto es que, en poco tiempo, Mauro empezó a morir: la cirrosis lo condujo a la cama de un hospital público, desde ahí pidió a la trabajadora social un último deseo: despedirse de su familia. Con mi vientre abultado por un embarazo de seis meses, acudí al llamado del moribundo con mi madre y mis hermanos.
Mi padrastro era otro hombre, hasta puedo decir que su postración casi nos hizo olvidar aquellos días de terror a su lado en la vivienda de la calle once. Más blanco que las sábanas que lo envolvían, pidió que me acercara hasta él. Por un segundo pude sentir el asco que me provocó la ocasión en que me tocó maliciosamente el pecho y dijo “anda, hija, vamos a hacer la tarea”.
Pero una nueva vida estaba en mí, él se dirigió a mi enorme panza como quien platica con un viejo amigo y dijo: “ya no voy a conocerte”. Y así fue: Mauro murió el mes de mayo en aquella cama, me convertí en madre en el mes de julio, casi tres meses después. Mi hijo pudo conocer una abuela, una madre y tres tíos diferentes del todo a los de esta historia. Transformados, pero marcados por ese fuego que sirve para cocinar los alimentos y también nos cuece el alma en la cocina de la vida.