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Mis calcetines nuevos

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Seguro, alguna vez, habrás pensado que alguien ajeno habita tu cuerpo; que está en permanente lucha por salir, como si se tratara de un parásito nacido en el intestino de tus sueños. ¿Tú sueñas en color? ¿Verdad que no? Y sin embargo percibes el rojo de la sangre durante tus pesadillas, su olor a hierro, tan intenso.

Entonces piensa un momento en esos nichos blanco y negro que acumulas en la memoria, que escondes como tu mayor vergüenza, sin haber definido el tipo de monstruo que enfrentas. Te contaré algo.

Las cárceles son como túneles inacabables, subterráneos de dimensiones eternas; carreteras difíciles de transitar. Aunque a menudo ciertas pequeñas cosas las exceptúan de convertirse en uno de los peores lugares del mundo: bolillos recién hechos, música de cumbia, familias en torno de las mesas de concreto…

Cuando niño, disfrutaba cerrando los ojos. A veces miraba al cielo e imaginaba el borde del precipicio. Me gusta la sensación del vértigo, el dolor en el vientre, como cuando se tienen ganas de orinar.

Hoy, siendo un adulto, hablo dormido de chichotas y nalgotas, y mi mujer me golpea las costillas con el codo, me pide explicaciones, se afana en demostrar sus celos, irremediablemente insostenibles a las dos de la mañana: los dos terminamos dormidos con la discusión inconclusa. A menudo, mis sueños me arrastran hasta la cárcel. Mi cabeza da vueltas como en un carrusel de imágenes y frases.

Una mañana de febrero, mi tío ingresó al penal de Lecumberri acusado de homicidio imprudencial. Aquel sitio no tenía color. Sus muros llegaban hasta el cielo. Sigo creyendo que quien entra a la cárcel, acusado de un delito, arrastra consigo a todos los que en apariencia se quedan afuera, atrapados en una densa y engañosa libertad.

De los cinco a los nueve años, los domingos de mi vida transcurrieron entre revisiones, auscultaciones y toqueteos sobre mi ropa. Obedecía órdenes y respondía las preguntas de los hombres uniformados que cumplían con su labor: abre la boca, bájate el pantalón, separa las piernas, saca lo que traigas en las bolsas y déjalo sobre aquella mesa. ¿Con quién vienes? ¿A quién vienes a ver?…

Yo desconocía que había personas que introducían droga al penal “escondida en las verijas” —como diría José Revueltas en El Apando— o utilizaban a los familiares para hacerlo. Una vez superada la aduana me reunía con mi abuela. Me abrazaba a su falda y miraba sus ojos fastidiados por el “dedeo” al que era infamemente sometida.

Pinches viejas, hasta manfloras han de ser, decía, y discretamente ponía su mano izquierda sobre su vientre, intentando arrancarse la ofensa con sus uñas gruesas de pintura roja descascarada. Ponía su enorme mano sobre mi cabeza y en el pasillo nos transformábamos en ángeles con salvoconducto para el infierno.

Conocí Lecumberri, el Reclusorio Norte y el penal de Santa Martha Acatitla. En cada uno de esos lugares sentí el sol cerrar su ojo luminoso sobre el cielo. En El Palacio Negro, mi tío nos recibió con la cabeza rapada, el pantalón roto hasta los testículos —sin ropa interior— y las espinillas violáceas a causa de las patadas que le propinaran otros reclusos que le dieron “la bienvenida”. Liendrecillas y piojos caminaban sobre sus hombros y hervían en sus orejas.

Aquel día, mi abuela abrazó a su hijo como abrazara una mujer de nombre María al que bajaron de un madero en forma de cruz. Acarició sin asco aquella cabeza tasajeada por una navaja sin filo.

Con paciencia quitó las liendres que afeaban a su niño de 22 años. Desde aquella celda de barrotes oxidados miramos al guardia en el pasillo que fingía no mirarnos, pero que se mantenía con el oído atento y enfocado hacia donde mis seres queridos apenas susurraban preguntas cortas y respuestas en monosílabos.

Supe entonces que, en ese lugar proclive a la mentira, todos, aún los “libres” estábamos condenados a compartir sentencia: unos por el delito cometido, otros por solidaridad con el familiar, finalmente, estábamos aquellos que no conocíamos nuestro papel en la tragedia del encierro.

—Jefa, no vengas bien vestida: querrán cobrarme la fajina. Ayer me patearon y me raparon la greña porque no traía dinero —dijo mi tío a la abuela.

Yo miraba sus piernas amoratadas, del color de los sellos sanitarios que tienen las reses colgadas en los ganchos de la carnicería.

Tras dos horas de visita, la abuela y yo salimos a la calle con la sensación de haber abandonado una parte nuestra. Como aquella ocasión en que dejamos a su suerte a nuestro perro Chocolate sobre la calle Siete por haber mordido a la abuela. Pobre perro, pobre tío, solos en un lugar extraño donde perros contra perros luchan por un lugar en el mundo, muerden para ganar respeto, ladran por comida, y eligen ser bravos para sobrevivir.

Aquella tarde no quise comer. Recordaba su cabeza cubierta de bichos blancos y minúsculos. Me dolió dejarlo. La abuela exprimió interminablemente sus ojos como dos limones. Aquel día su cuerpo se secó por dentro como se mueren los ríos.

En la casa, el único lugar que guardaba algo de mi tío era su cuarto. A través del cristal roto de la puerta pude admirar por última vez los posters de la pared: pubis depilados y semi lampiños, rubios, pelirrojos, azabaches y castaños. Senos redondos de pezones rosados, morenos, negros como el chocolate. Senos caídos, alzados, firmes y puntiagudos.

Mis ojos penetraron en la oscuridad del cuarto hasta que me quedé dormido de pie, con mis manos aferradas a los barrotes de la puerta, aspirando el humor de sus cobijas revueltas, mirando sus calcetines tirados a un costado de la cama y su botella de orines —bacinica nocturna—.

Lo recordé como seguro se recuerda el miembro mutilado del cojo, del manco. Algo me faltó durante esos años, alguien me faltó y a pesar de las visitas domingueras a su “nueva casa”, nunca en la familia volvimos a ser los mismos, los de antes.

La tarde del sábado, durante varios años, la abuela preparó la comida que llevaríamos el domingo muy temprano a Santa Martha —lugar al que trasladaron a mi tío cuando la cárcel de Lecumberri fue cerrada—. Ahí, después de transitar por el túnel, tendíamos una cobija sobre el pasto ralo y comíamos el infaltable arroz, cereal que ya no disfruto, quizá por la sonoridad de la letra “r” que guardan las palabras arroz y encierro, tal vez porque era el platillo constante, permanente.

Esperábamos pacientes que mi tío saliera acompañado por dos amigos apandados en el olvido de sus familias. Sobre nuestro mantel-cobija hubo siempre un lugar para los invitados, fueran cuates o no. Porque en la cárcel no se le niega el taco a nadie. Es el chance para ser plenamente ojete y plenamente sincero y agradecido. Es el lugar donde mucho se valora una atención, una deferencia.

La tarde del domingo, el pan con su aroma a recién hecho me robaba la voluntad y me llevaba hasta los hornos del penal. Tipos descamisados y sudorosos amasaban, cortaban, formaban y colocaban sobre enormes paletas de madera las charolas repletas de bolillos, conchas, moños, ojos de pancha, hojaldras y chilindrinas. Aquellas tardes salía a toda prisa de ese lugar, agradecido con los hombres que vivían aquel encierro. Tal vez me regalaban unas piezas de pan porque a través de mis ojos se fugaban unos instantes de su catacumba o porque en mí veían al hijo, al sobrino, al hermano que tenían o deseaban tener. 

Mis domingos de infancia no los disfruté caminando por el bosque de Chapultepec de la mano de mis padres. Los domingos de mi infancia jugué con corcholatas de refresco Sangría sobre el pasto de la peni de Santa Martha.

La abuela y yo sabíamos que ninguno de los dos nos habíamos ganado aquel encierro, pero confiábamos en el inexorable paso del tiempo que todo lo borra —qué gran mentira—. Sabíamos que, algún día, mi tío saldría a la calle y dormiría sobre su cama, disfrutaría de “sus viejas encueradas” —decía mi abuela— en los carteles de la pared.

El pueblo era la visita familiar en la plaza de la cárcel. Le llamaban rancho a la comida. Un cacharro era un traste para servir alimentos y los “chispolitos” eran los frijoles. Había misa y baile en franca comunión:

Dios te salve María

Perdóname si te digo negro, José

Llena eres de gracia

ere el diablo pero amigo negro José

El Señor es contigo

tú, tú, tú no va conmigo, negro José…

Bendita eres entre todas las mujeres…

 Yo me agenciaba un billete de cinco pesos bailando el Negro José para beneplácito de la concurrencia del mantel dominguero en Santa Martha. Cinco pesos bien valían la pena y la vergüenza de agitar el bote al ritmo del negro aquel.

Una tarde al llegar a la casa, exigí a Dios que aquello terminara. Estaba cansado de ceder mi libertad del domingo. Un mes después, justo cuando maquinaba la forma de hablarle claro a la abuela y declararle mi deseo ferviente de pasar un domingo de fútbol con los cuates de la calle doce, de comerme unos tacos de bistec, y beber una jarra de agua de piña —prohibida en la peni—, olvidarnos por un momento de las cárceles y los delitos, de los muertos persiguiendo vivos, como culpas ajenas adheridas al pellejo. Justo un mes después de mi exigencia a Dios —era viernes—, mientras garabateaba sobre mi cuaderno, llegó mi tío y me preguntó cómo iba en la escuela. Después construimos juntos un pequeño librero con cuadros de madera. Era, más que un librero, un nido para las palomas porque no cabía ni un cuaderno. Pero era mío y lo amé hasta que el destino lo condujo al boiler de leña.

Ayer, mientras caminaba rumbo al mercado, de la mano con mi esposa, miré hacia atrás y la nostalgia me atenazó el cuello. A veces las tardes del sábado se repiten como una fotografía color sepia y nos golpean puntos sensibles: resortes olvidados en alguna parte del cuerpo. Sentí el deseo ferviente de llorar, como ahora mientras escribo. Mis hijos me vuelven loco cuando insisten en salir a la calle a comerse el fin de semana. Ayer quise dedicarme el sagrado día, brindarlo como se brinda un toro en la plaza. No pude evitar pensar en aquellos que se quedaron “allá dentro”.

Por la noche, murió en mí un espíritu de aquellos años carcelarios, un alma que habitaba mi cuerpo, que me utilizó para burlar su encierro. Ayer tuve la certeza de ser un viejo agonizante en la enfermería del penal de Santa Martha Acatitla.

Cerré los ojos y repasé con el pensamiento imágenes desconocidas. Un intenso dolor abdominal me llevó al cuarto de baño a vomitar. Me quedé quieto unos segundos, tal vez fueron minutos, con la mente en blanco. Después, una paz infinita me invadió.

Logré llegar hasta mi cama y con un par de besos prolongados le dije a mi mujer cuánto la amaba. Sentí el amor por mis hijos flotando en el ambiente. Amé la vida. Di gracias a Dios por todo. Al día siguiente, domingo al mediodía, saludé a mi tío con sus sesenta años encima y su bolsa de calcetines que vende para completar el gasto de su casa.

Nunca ha sido bueno para los negocios, pero, como decía la abuela: “si la familia no te apoya, entonces quién”. Le compré un par de calcetines, mismos que me puse de inmediato. Déjame decirte que es impresionantemente placentero caminar en libertad, el domingo, con un par de calcetines nuevo.

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Sheinbaum y el riesgo del acantilado de cristal

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*** Miguel Ángel Romero Ramírez

Claudia Sheinbaum llega a la presidencia asumiendo el rol de un simple instrumento de la narrativa de la Cuarta Transformación. Se presenta como la continuidad de un proyecto, como la figura que debe garantizar que el legado de Andrés Manuel López Obrador permanezca intacto. Todo en su discurso sugiere que el líder es otro, que ella está al servicio de una visión mayor.

Sin embargo, la realidad del poder es otra. La presidencia es suya. Por más diques que López Obrador haya intentado poner, el poder del cargo reside ahora en ella.

Su postura leal no es ingenua. Comprende que su papel dentro de la narrativa exige subordinación, pero también sabe que el control operativo y la capacidad de decisión son inherentes al cargo. Este equilibrio es la clave: mantener la apariencia de continuidad sin renunciar a la potestad que la presidencia otorga. Sheinbaum tiene el poder real, aunque el liderazgo simbólico siga apuntando hacia su predecesor. Esa es su ventaja: el poder del cargo, aún bajo la sombra de quien le abrió el camino.

En su aparente sumisión, pareciera que hay estrategia. No necesita romper abiertamente con López Obrador para cambiar las cosas. La transformación no tiene que ser ruidosa ni estridente. Ella sabe que, al posicionarse como la continuadora fiel, desactiva los conflictos internos y mantiene a los militantes cohesionados. Pero esa misma posición le otorga el espacio para actuar. Puede modificar políticas, ajustar enfoques y crear cambios profundos, sin cuestionar el relato que sostiene la Cuarta Transformación.

El mayor reto de Sheinbaum estará más allá de la continuidad o de los ajustes silenciosos. Su verdadero desafío será construir su propia popularidad y capital político. No sólo por vanidad sino para tener la capacidad de ejercer el poder y gobernar. Entiende perfectamente bien que los 36 millones de votos obtenidos en las elecciones de junio pasado se los debe casi de manera exclusiva a la figura de López Obrador. La sombra del líder y sus adoradores se configuran como una guillotina que pende sobre ella y la cual debe deconstruir a partir de un enfoque propositivo.

Para lograrlo, en cada decisión, en cada acto, Sheinbaum está obligada a demostrar que es capaz de consolidar un liderazgo propio, independiente de quien la precedió. No puede ser vista todo el tiempo como la extensión de la figura de alguien más; debe construir su propia conexión y capital con la ciudadanía. La clave estará en su capacidad para transformar esa lealtad en algo que la haga a ella irremplazable. Dejar de ser la heredera de López Obrador para convertirse en una líder que se sostiene por sí misma.

Distinguirse sin romper con quien la encumbró será el principal reto. Si Sheinbaum no logra posicionarse en un corto plazo, su mandato no sólo quedará marcado por la subordinación, sino que enfrentará en el camino problemas de gobernabilidad y legitimidad, elementos que en la práctica se sobreponen a la retórica y a la propaganda que, hacia finales del sexenio de AMLO, mostraban cierto agotamiento y reducción en su efectividad.

La primer mujer presidenta de México está orillada a imponer su sello y a actuar, sino quiere convertirse en el chivo expiatorio de la Cuarta Transformación. Enfrenta el desafío de evitar caer en lo que se conoce como el “acantilado de cristal”: ese abismo invisible al que se empuja a las mujeres a “liderar” en política y negocios cuando las condiciones en las que recibe el encargo marcan fracaso casi inminente.

Y es que Sheinbaum hereda un país cargado de problemas estructurales: un país con presencia militar en tareas de seguridad que maquilla un Estado de excepción en el que crisis de inseguridad se refleja en el dominio del crimen organizado en la mayoría del territorio nacional; una corrupción generalizada que trastoca a los hijos, amigos y familiares del expresidente.

También, un sistema de salud que se burla de los enfermos cuando lo único que les receta son spots en los que sostienen que los servicios son mejor que en Dinamarca; una centralización del poder que amenaza la independencia judicial poniendo en entredicho el orden constitucional y por ende el régimen democrático; un desmantelamiento institucional que apuesta por aniquilar los mecanismos de transparencia y rendición de cuentas.

En ese sentido, la narrativa del obradorismo, que se ha impuesto como el único camino legítimo, no permite fisuras. Y en ese marco, cualquier desvío o fracaso podría recaer sobre ella, mientras que los éxitos seguirían siendo atribuidos al proyecto del fundador. “El “acantilado de cristal” se convierte en una trampa estructural.

Si Sheinbaum no logra redefinir el rumbo y marcar una diferencia clara, corre el riesgo de que se la culpe de todos los problemas que la Cuarta Transformación no ha resuelto. Es el escenario clásico donde el liderazgo de las mujeres es aceptado sólo cuando la crisis es inevitable y se requiere un responsable visible para el fracaso. Así, si las cosas no mejoran, Sheinbaum se convertiría en el chivo expiatorio perfecto, desviando las críticas que deberían dirigirse a la naturaleza misma del proyecto heredado.

*** Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia.

Foto: Presidencia de la República

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Meméxico lindo y…

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La llegada a la presidencia de la República de Claudia Sheinbaum no ha cambiado en nada el índice de violencia en México. A unos días de haber tomado protesta del cargo, la mandataria federal choca de frente con la herencia de sangre que le dejó su predecesor, quien con su estrategia fallida de “abrazos no balazos” convirtió a nuestro país en una sucursal de la impunidad y la barbarie.

En sólo 10 días, la jefa del Ejecutivo federal ha tenido que lidiar con los asesinatos ocurridos en Chilpancingo, Guerrero, localidad donde en menos de una semana el crimen organizado ejecutó a tres miembros del gobierno municipal.

El primer caso ocurrió el 27 de septiembre cuando sujetos desconocidos asesinaron a balazos a Ulises Hernández Martínez, quien asumiría la Dirección de Seguridad Pública municipal.

El segundo suceso aconteció el jueves 3 de octubre, día en que fue asesinado, a unas cuadras del ayuntamiento de Chilpancingo, Francisco Gonzalo Tapia Gutiérrez, quien se desempeñaba como secretario general de este municipio.

El colofón vino con el homicidio y decapitación del entonces alcalde de esta localidad, Alejandro Arcos Catalán, quien cabe señalar sólo tenía una semana en el cargo, pues tomó protesta el 30 de septiembre.

Para “capotear” esta ola de violencia, la presidenta presentó el martes 8 de octubre la “nueva estrategia de seguridad del Gobierno federal”, que cabe decirlo no es más que pan con lo mismo o como se dice coloquialmente es la misma chiva nada más que revolcada.

La “novedosa” estrategia con la que se busca combatir a los grupos del crimen organizado y reducir los homicidios en México consta de cuatro ejes: 1) Atención a las causas; 2) Consolidación de la Guardia Nacional; 3) Fortalecimiento de inteligencia e investigación, y 4) Coordinación absoluta en el gabinete de seguridad.

Con respecto a los dos primeros puntos es importante señalar que son sinónimo de la estrategia “abrazos no balazos”, sólo que en otras palabras, es decir, el gobierno de López Obrador se supone que atendió las causas y otorgó becas y apoyos a la población más vulnerable para que este grupo no cayera en manos del crimen organizado. En cuanto al segundo punto cabe recordar que la Guardia Nacional ya pasó a ser parte del Ejército, entonces, no sabemos a qué se refieren con consolidarla.

El tercer y cuarto punto nos dan la idea de una crítica, mínima, pero crítica al fin al gobierno anterior, en donde se le acusa de no echar mano de la tecnología para combatir a los criminales y de una total descoordinación entre los diferentes niveles de gobierno para prevenir la violencia.

Luego de conocer esta “flamante” estrategia de seguridad, las y los mexicanos no podemos albergar esperanza alguna de que cambien las cosas, al contrario, creo que podemos ver cómo el segundo piso de la transformación sólo servirá para seguir acumulando muertos y desaparecidos. Lamentable.

Foto: Presidencia de la República

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Rituales políticos, legitimación del poder para Sheinbaum

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***Por Alejandro Gamboa

Hace unos días, México fue testigo de un evento profundamente simbólico y emotivo cuando Claudia Sheinbaum, recibió el bastón de mando en una ceremonia cargada de rituales ancestrales. Este acto va más allá de la política cotidiana; es una manifestación tangible de cómo los rituales políticos desempeñan un rol crucial en la construcción simbólica del poder, marcando una transición clave en la jerarquía política del país.

A través de este acto ceremonial, Sheinbaum no solo asumió una posición formal de liderazgo, sino que también se conectó con mitos, símbolos y tradiciones profundamente arraigadas en la cultura mexicana.

Como bien argumenta la teoría sociológica de Émile Durkheim, los rituales son prácticas simbólicas que contribuyen a la cohesión social y al establecimiento del orden sagrado. En este caso, la entrega del bastón de mando no es un simple protocolo, sino un vehículo para dramatizar y legitimar el poder, integrando lo moderno y lo ancestral en un mismo espacio político.

Durkheim, al analizar el rol de los rituales, destaca que estos refuerzan las creencias colectivas y estructuran las identidades, y eso es precisamente lo que vimos en esta ceremonia: una reafirmación de la identidad colectiva mexicana y una renovación de la legitimidad política.

En mi opinión, ver este evento desde esta óptica ayuda a comprender la importancia de los rituales en las sociedades complejas. Para Durkheim, los rituales políticos no sólo estructuran la política moderna, sino que también son esenciales para formar y mantener la cohesión social. A través de ellos, los ciudadanos encuentran un sentido de pertenencia, y los líderes, como AMLO o Sheinbaum, legitiman su poder al situarse dentro de una tradición histórica y cultural.

Este tipo de ceremonias, más que un simple acto político, son un reflejo de la teatralidad inherente al poder en las sociedades informatizadas. La política no se sostiene únicamente en argumentos racionales y decisiones estratégicas, sino que depende también de la producción de imágenes, la manipulación de símbolos y la representación ceremonial del liderazgo.

Los rituales políticos, como los observados en esta ceremonia, tienen la capacidad de transmitir las creencias tradicionales y formar identidades colectivas. En el caso de Sheinbaum, recibir el bastón de mando bajo rituales ancestrales envía un mensaje claro de continuidad y respeto por las tradiciones, al mismo tiempo que proyecta su visión de liderazgo hacia el futuro.

Este acto no sólo legitima su poder a los ojos del pueblo mexicano, sino que también reafirma su lugar dentro de una narrativa más amplia de legitimidad tradicional que ha caracterizado la política mexicana.

Al analizar este evento bajo el lente de la teoría ritual de Durkheim, también podemos desafiar la idea de que el comportamiento político siempre sigue una lógica utilitaria y racional. Las emociones, las creencias colectivas y las normas juegan un papel esencial en la toma de decisiones políticas.

Los rituales como este, en los que lo sagrado y lo político se entrelazan, tienen el poder de generar una comunidad moral, reforzando la unidad entre los individuos y la autoridad política. En este caso, Sheinbaum se convierte en un símbolo que une a los mexicanos, apelando tanto a las creencias modernas como a los valores tradicionales.

Por otro lado, es importante reconocer que los rituales políticos no solo promueven la integración y la cohesión social, sino que también pueden reflejar tensiones internas.

Las fiestas cívicas y las ceremonias públicas, aunque refuerzan la unidad, también evidencian las dinámicas de poder y las posibles fracturas sociales. Esto es clave para entender cómo, en algunos casos, los rituales de rebelión pueden ofrecer un espacio controlado para la expresión de tensiones sin desestabilizar el orden.

Aunque el evento reciente no fue de carácter conflictivo, nos recuerda que los rituales políticos tienen una dimensión dual: pueden ser mecanismos de integración, pero también reflejan y gestionan los conflictos inherentes en la estructura social.

La ceremonia en la que Claudia Sheinbaum asumió el bastón de mando, rodeada de rituales ancestrales, es un ejemplo claro de cómo los rituales políticos dramatizan y legitiman el poder. Este tipo de actos no son meras formalidades; son momentos en los que el poder se representa, se transmite y se asegura.

Durkheim estaría de acuerdo en que los rituales, como los observados en este evento, no sólo ayudan a mantener la estructura social, sino que también permiten a los líderes políticos conectarse con su pueblo a través de símbolos y ceremonias cargadas de historia y emoción.

***Alejandro Gamboa

Licenciado en periodismo con estudios en Ciencia Política y Administración Pública (UNAM) Enfocado a las comunicaciones corporativas. Colaboró como co editor Diario Reforma. En temas de ciencia y comunicación en Milenio y otros medios digitales. Cuenta con 15 años dedicado a las Relaciones Públicas. Ha colaborado en la fundación de la Agencia Umbrella RP. Ha realizado trabajos como corrector de estilo, creador de contenidos y algunas colaboraciones como profesor en escuelas locales.

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