En el circo electoral, los partidos se dieron atarea de candidatear a personajes famosos sin pisca de conocimiento de la política con el fin de traer votantes y no, de personas calificadas que garanticen un papel decoroso como legisladores.
Como sabemos, hay luchadores enmascarados, actores, reporteros, futbolistas, cantantes y los que compraron las candidaturas. Impureza de los partidos.
La ex Miss Universo 1991, Lupita Jones, aceptó ser la candidata de la coalición PAN, PRI, PRD, con la esperanza de vencer las elecciones del 6 de junio. Su nombre real es María Guadalupe Jones Garay y tiene 53 años.
Sobre la falta de experiencia en un cargo público, Jones recordó que ganó el concurso mundial de belleza hace 30 años. Desde esa respuesta se declaró su inopia en la política, nada que ver con su aspiración a la gubernatura.
Hay que escribirlo, Lupita se vio bien y cobró reflectores al criticar al entonces presiente e los Estado Unidos Donald Trump, que, en grabaciones, el mandatario afirmaba que aprovechó ser el dueño de los concursos de Miss Universo y Miss USA para estar detrás del escenario y ver desnudas a las concursantes.
“Me parece un tipo de lo más desagradable. En algunas ocasiones lo vimos pasar, o de tener ahí un ‘qué tal, cómo están’, pero siempre me ha parecido repulsivo”, dijo Jones a la cadena estadounidense en español Univisión.
Un rasgo de honestidad de la pretensa a la gobernación de Baja California, es que admite que está en tercer lugar, pero estar consciente que se requiere mucho trabajo para que la gente conozca su capacidad que no pretende una campaña de descalificaciones y que le interesan las propuestas”.
Por el PES, partido existente gracias al presidente López Obrador, va Carlos Hank Rhon, un recalcitrante neloliberal que tanto odia el mandatario, pero hizo mutis y lo dejó pasar; es el segundo intento del hijo del profesor a la gubernatura, una vez, logró la alcaldía. Todo indica que no llegará.
Hank Rhon, ha estado toda su vida en la polémica, se le relacionó con el asesinato del periodista Héctor Félix Miranda, “El Gato Félix”, hace 32 años y los sospechosos fueron Jorge Hank Rhon y miembros del Cártel Arellano Félix y de Los Zetas.
En 2011, el Ejército mexicano entró en una de sus casas y encontró 40 armas largas, 48 cortas, 70 cargadores, más de 9.000 cartuchos y una granada, los militares detuvieron a otros 11 individuos, también en posesión de armas de fuego.
Hasta ahora Marina del Pilar Ávila de Morena, tiene una gran posibilidad de ganar la elección; hasta, está en posición desahogada con 40.8 puntos, sobre Hank con 18.7 y La Jones con 16.06. Los demás no cuentan.
Por Miguel Ángel Romero Ramírez*** La política no se sostiene solo con instituciones, sino con relatos. Toda fuerza que irrumpe en el poder necesita dotarse de una mística: una explicación moral de su existencia, una épica que distinga a los justos de los corruptos, un guion que convierta la administración del Estado en la continuidad de una batalla histórica. Morena lo entendió como pocos. Durante más de una década tejió una narrativa donde Andrés Manuel López Obrador era mucho más que un político: era el hombre que había esperado la historia para refundar la República.
La mística funcionó. No porque fuera verdadera, sino porque encontró los resortes necesarios para funcionar. Convenció a millones de personas de que no había contradicciones internas, sino enemigos externos; que no existía corrupción dentro del movimiento, sino infiltración de adversarios; que todo abuso era, en realidad, una forma de justicia histórica. Morena no era un partido. Era un mandato divino. Y AMLO, su profeta.
Pero las místicas, cuando no se institucionalizan, se desintegran con quien las encarnó. Hoy, lo que queda de esa historia fundacional es poco más que un cascarón. Una estructura sin alma. Y un país gobernado por un partido sin principios, sin límites y -sobre todo- sin liderazgo.
La presidenta Claudia Sheinbaum es la demostración viva de que la mística era, en el fondo, personalista. Formalmente, lidera la nación. Políticamente, está aislada, sitiada por una nomenklatura que la rebasa en todos los frentes.
En su gabinete coexisten operadores históricos del obradorismo con nuevos cuadros que responden a intereses territoriales, económicos o incluso criminales. En el Congreso, su bancada ya no obedece una línea, sino decenas de microlealtades que se cruzan y se neutralizan. Y en las entidades, los gobernadores morenistas se comportan como virreyes autónomos, más atentos a sus propias redes de poder que al proyecto nacional.
No hay dirección. No hay disciplina. No hay principio que funcione como ancla común. La presidenta habla, “sugiere” pero no manda. Observa, pero no impone. Su autoridad se diluye en el mar de cuotas, pactos y silencios que rige hoy a Morena.
La evidencia de ese desgobierno está en los hechos, no en la retórica. Adrián Rubalcava, exalcalde priista de Cuajimalpa, con múltiples señalamientos por vínculos criminales, fue premiado con la dirección del Metro de la Ciudad de México. ¿Quién lo puso ahí? ¿Qué lógica lo justifica? Nadie lo explica. Nadie lo asume. Solo se impone. Como si no hiciera falta responder ante nadie.
En Sinaloa, el gobernador Rubén Rocha Moya es el encargado de pacificar la entidad cuando ha sido acusado de proteger y mantener relaciones opacas con el Cartel de drogas más poderoso a nivel internacional y cuyos cabecillas son procesados en territorio estadounidense. ¿Paz o pacto? ¿Limpieza social? ¿Con qué fracción opera el gobernador? Preguntas que nadie en el partido quiere formular.
Y luego está Veracruz, en donde Rocío Nahle gobierna sin oposición efectiva, mientras su yerno recibe sin licitación más de mil millones de pesos por parte del IMSS para compra de medicamentos para tratar la diabetes y el cáncer con sobreprecios de hasta 800%. ¿Desde dónde se lidera el “movimiento” ahora que AMLO no está? El viejo mantra de “no mentir, no robar, no traicionar” se ha convertido en una muletilla vacía sin consecuencias, sin vigilancia y sin ética.
La degradación no es anecdótica. Es sistémica. En Morena ya no hay un “nosotros”. Hay tribus, cuotas, facciones, empresas. Hay senadores ligados al huachicol. Hay diputados que sabotean reformas laborales en nombre de los intereses privados que supuestamente se venían a combatir. Hay gobernadores que administran sus estados como franquicias privadas. Hay familias enteras incrustadas en la nómina federal, estatal y municipal que hablan y repiten -sin sonrojarse- que no hay nepotismo.
Lo más preocupante no es la traición a los principios. Es que esos principios, probablemente, nunca existieron fuera del discurso de un solo hombre. AMLO no creó un nuevo régimen. Creó una liturgia. Una cultura de lealtad personal que nunca se tradujo en instituciones. Hoy que ha dejado el poder -al menos formalmente- el vacío es total.
Y en política, los vacíos no duran: se llenan. Lo que ha ocupado el espacio que dejó su liderazgo es un caos gobernado por nadie y controlado por todos.
Sheinbaum está atrapada. No tiene el carisma de su antecesor ni el margen de acción para imponer orden. Su presidencia, lejos de consolidar un nuevo modelo de poder, parece destinada a administrar su fragmentación. Un juego peligroso donde cada uno toma lo que puede, mientras la jefa del Estado observa cómo su gobierno se le diluye entre los dedos.
La mística se ha desvanecido o está reducida a cinismo. Ya nadie habla de regeneración moral. Hoy se celebra la operación política, la eficacia electoral, la capacidad de “resolver”.
Morena, rápidamente, ya no es el instrumento de un movimiento. Es el reflejo de su fracaso. Un partido sin ética, sin control y sin futuro, gobernando un país que empieza a darse cuenta de que la esperanza no era un proyecto: era un espejismo fundado en una figura que hoy ya no está. No hubo institucionalización y el natural vacío de AMLO se convirtió en un peligro porque él asimismo lo diseñó.
*** Miguel Ángel Romero Ramírez: Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia. X: @MRomero_z
No deja de provocarme una inquietud profunda el anuncio de las próximas elecciones para el Poder Judicial en México. No por el hecho en sí —que es, sin duda, un hecho inédito y con implicaciones profundas para la división de poderes—, sino por la apatía que lo rodea.
Nadie está hablando de ello en las calles, nadie parece comprenderlo del todo y, lo más grave, nadie parece interesado en entenderlo. Pero así somos en México: nos enseñaron a odiar la política desde la cuna, a repetir como loros que es “una porquería” y que “todos los políticos son iguales”, sin detenernos un segundo a pensar lo que esa indiferencia nos está costando.
Y nos cuesta mucho. Nos cuesta justicia, nos cuesta derechos, nos cuesta vidas.
No exagero.
Lo dijo Norberto Bobbio en su Teoría General de la Política: la democracia no es simplemente un régimen electoral, sino un sistema que exige vigilancia constante de los ciudadanos. Sin ciudadanía activa, no hay democracia; hay fachada. Pero aquí, cada vez que se propone una nueva forma de participación, como estas elecciones judiciales, la respuesta social es desinterés o burla. Como si estuviéramos condenados a repetir el ciclo de la dominación y la resignación.
Aristóteles definía al ser humano como zoón politikón, un animal político, no porque todos quieran ser funcionarios o gobernar, sino porque vivir en sociedad implica tomar decisiones en común, discutir, disentir, argumentar y, sobre todo, participar.
La política nació para evitar la violencia entre los grupos humanos, para construir acuerdos sin sangre. Pero aquí preferimos memes que artículos, influencers que ideas, chismes que deliberación.
Por eso me preocupa esta elección del Poder Judicial. No por la complejidad de los cargos, no por los nombres que se barajan, sino porque si seguimos actuando como súbditos en lugar de ciudadanos, otros decidirán por nosotros… como siempre.
Hannah Arendt lo advirtió con lucidez: la política es el espacio de aparición del individuo ante los otros, es el ámbito donde nos volvemos visibles como actores sociales. Pero en México, la invisibilidad se ha vuelto cómoda.
No nos duele que nos gobiernen jueces cercanos al poder, lo que nos duele es que nos pidan entender cómo funciona el sistema. Eso, creemos, es una carga excesiva.
¿Pero cómo se aprende a ser ciudadano? Pues, participando. Así de simple. El ejercicio democrático no se aprende en los libros de texto ni en los spots del INE: se aprende decidiendo, equivocándose, exigiendo, opinando, votando, cuestionando.
La participación crea ciudadanía. Y sin ciudadanía, la democracia es solo un teatro vacío.
Hoy estamos frente a una oportunidad histórica. Podemos empezar a hablar de la justicia que queremos, de los jueces que necesitamos, de las reglas del juego que no deben estar escritas a espaldas del pueblo. Pero necesitamos quitarnos de encima ese fardo cultural que nos enseñó que la política es para otros, que es sucia, que no sirve.
Esa narrativa no es inocente: fue construida para que dejáramos de participar, para que el poder quedara en manos de estos tipejos de siempre.
Lo dijo Giovanni Sartori que la democracia se vacía cuando el ciudadano se convierte en espectador. Y México está lleno de espectadores, de gente que se queja de la función, pero nunca pisa el escenario.
Por eso, aunque esta elección judicial sea compleja, aunque no entendamos todo al principio, lo que verdaderamente importa es que empecemos a participar, las elecciones de gobiernos o de presidentas, o presidentes, no debe ser el único acto de participación, dicho sea de paso.
Porque solo así, poco a poco, dejaremos de ser masa manipulable para convertirnos en un pueblo digno. Porque solo así aprenderemos que la crítica no es suficiente si no va acompañada de acción. Porque solo así dejaremos de entregar el futuro en manos ajenas.
La democracia no se defiende sola. La justicia no se construye sola. Y el ciudadano no nace, se hace. Participemos: ve a la página del INE- candidaturas poder judicial.
***Alejandro Gamboa C. Licenciado en periodismo con estudios en Ciencia Política y Administración Pública (UNAM) Enfocado a las comunicaciones corporativas. Colaboró como co editor Diario Reforma. En temas de Ciencia y Comunicación en Milenio y otros medios digitales. Cuenta con 15 años dedicado a las Relaciones Públicas. Ha colaborado en la fundación de la Agencia Umbrella RP. Ha realizado trabajos como corrector de estilo, creador de contenidos y algunas colaboraciones como profesor en escuelas locales.
*** Miguel Ángel Romero La irrupción de TelevisaLeaks, justo cuando se debate una nueva legislación para regular las telecomunicaciones, incluido el ecosistema digital mexicano, ilustra una coincidencia que resulta difícil considerar fortuita. La filtración a Aristegui Noticias que documenta prácticas por parte de Televisa de manipulación mediática, entre otros delitos, ha desatado una indignación legítima. Sin embargo, también ha servido para que el oficialismo impulse un marco legal orientado a ampliar el control sobre el flujo de información.
La dinámica es conocida. Episodios de crisis suelen ofrecer la oportunidad de impulsar reformas que, bajo circunstancias normales, enfrentarían mayor resistencia pública. La lógica es simple: ante la percepción de un sistema de medios corrupto y campañas negras, se presenta la expansión y “rectoría” del Estado como una medida necesaria de protección. Se desliza la idea de que, para preservar la integridad de la democracia, se requiere una supervisión más estricta del ecosistema de medios y de los contenidos que se producen.
La propuesta de ley que impulsa el oficialismo y que introduce criterios meramente políticos para definir riesgos informativos encuentra una bocanada de aire fresco con el escándalo de TelevisaLeaks. Todo ello en un entorno en el que los contrapesos institucionales son débiles y en donde la independencia de los organismos reguladores ha sido persistentemente erosionada. Nada es coincidencia.
El riesgo no reside únicamente en el contenido de la ley, sino en el modelo de gobernanza que promueve. En un ecosistema donde la discusión de lo público se ha trasladado a las plataformas digitales, controlar los flujos de información equivale a controlar las condiciones mismas del debate democrático. Quedar sin servicio de Twitter, Facebook o TikTok o alguna otra plataforma será posible.
TelevisaLeaks renovará, visibilizará y ahondará la crisis de credibilidad y confianza sobre los conglomerados de medios mexicanos. El oficialismo está de plácemes pues encuentra el pretexto para avanzar en la consolidación por el control de las narrativas.
La respuesta oficial no parece que será enfocada en fortalecer las condiciones de transparencia y pluralidad, sino en ampliar las capacidades de control del Estado. Bajo el pretexto de corregir un sistema corrompido, se avanza hacia una arquitectura legal que puede consolidar dinámicas de technoautoritarismo.
La experiencia internacional advierte que leyes destinadas a combatir la desinformación tienden a ser utilizadas, en contextos de alta concentración de poder, para restringir la libertad de expresión y castigar la disidencia. Una vez instaurados, los marcos legales que habilitan la censura tienden a expandirse más allá de sus propósitos declarados, volviéndose herramientas permanentes de control.
El desafío que plantea este momento no consiste únicamente en cuestionar la legislación propuesta, sino en reconocer las transformaciones estructurales que están en juego. La defensa de la libertad de expresión en la era digital exige entender que la censura ya no se presenta como una prohibición explícita, sino como una regulación razonable; que el control no siempre se impone con violencia, sino que se administra desde la gestión algorítmica y la arquitectura de incentivos.
Preservar un espacio público plural no dependerá solamente de resistir una ley en particular, sino de construir mecanismos de supervisión ciudadana, fortalecer medios independientes y exigir una gobernanza digital orientada al interés público y no al interés político.
En tiempos de crisis, resulta más fácil sacrificar libertades en nombre de la protección. Reconocer ese riesgo es el primer paso para evitar que el technoautoritarismo avance bajo la apariencia de una solución inevitable.
*** Miguel Ángel Romero: Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia. X: @MRomero_z