Allá por el año 2003 Vicente Fox, asistió al Estado de México a un evento organizado por la Secretaría de Educación Pública. Cuando estaba dando su discurso a los asistentes, alguno de sus asesores se acercó para darle una tarjeta. El ex presidente de México la leyó, meditó unos segundos, y dijo por el micrófono: aquí me están dando un mensaje para que no diga algo que tiene que ver con el presupuesto, pero yo lo voy a decir. Y lo dijo sin importarle la opinión de sus asesores.Recuerdo este pasaje en mi carrera como reportero para referir la actitud necia con la que se conducía Fox Quesada. Sus cercanos colaboradores decían que no había más ley que la del expresidente, aunque no tuviera la razón.El actual presidente de México no está lejos de mostrar actitudes similares a Fox. Quienes trabajan de cerca con él lamentan muchas acciones y dichos que lo han metido en el ojo del huracán o en la dura crítica de la opinión pública en general.Actualmente, el primer mandatario se ubica en la controversia porque pretende viajar a Estados Unidos, a pesar de todo, el próximo 8 de julio, con el argumento de que va a agradecer personalmente al presidente Donald Trump los favores recibidos durante la cuarentena ocasionada por el Covid 19 y de paso dar el banderazo del Tratado México-Canadá-Estados Unidos (T-MEC) que sustituyó, a partir del primero de julio, al Tratado de Libre Comercio para América del Norte (TLCAN).Los asesores del presidente mexicano han insistido de la inconveniencia de esta reunión porque, en primera instancia, puede provocar antipatía con el partido opositor del estadounidense, o sea el partido Demócrata. Y es que Joe Biden lleva ventaja en las encuestas en la competencia que lleva en la búsqueda de la presidencia de Estados Unidos. Si Biden gana, el futuro para México no será nada halagüeño.Llama la atención la necedad del Jefe del Ejecutivo por ir a Norteamerica, aún cuando Justin Trudeau, Primer Ministro de Canadá, el otro país que está en el TMEC, anunció que no asistirá. El presidente mexicano insiste en participar en el encuentro con Trump a pesar de las advertencias de que su presencia únicamente servirán para hacer el caldo gordo a la campaña electoral del güero gringo que odia a los latinos.Los especialistas en estos temas reiteran que el único beneficiado con la reunión será Trump. El tiempo será el que, al final del camino, nos dirá la verdad.
Según diversos estudios, Estados Unidos ha intervenido en más de 393 ocasiones en otros países desde 1776, con más de 200 de esas intervenciones ocurriendo después de 1945, y 114 en la era posterior a la Guerra Fría (Toft, 2023). Estas acciones han estado motivadas por intereses económicos y geopolíticos, a menudo disfrazados de promoción de la democracia y la libertad.
Durante el siglo XX, Estados Unidos consolidó su papel como potencia hegemónica, interviniendo en América Latina, Asia y Medio Oriente. La Doctrina Monroe y su corolario, la política del Gran Garrote, justificaron intervenciones en países como Nicaragua, Haití y la República Dominicana. Estas acciones buscaban proteger intereses económicos y estratégicos, como el control del Canal de Panamá y la expansión de empresas estadounidenses.
Como sabemos, en Irán, la CIA orquestó el derrocamiento del primer ministro Mohammad Mossadegh en 1953, luego de que nacionalizara la industria petrolera. Este golpe restauró al Shah en el poder, asegurando los intereses petroleros occidentales.
En América Latina, la intervención en Guatemala en 1954 derrocó al presidente Jacobo Árbenz, quien había implementado reformas agrarias que afectaban a la compañía United Fruit. Este patrón continuó en Chile en 1973, con el apoyo al golpe de Estado contra Salvador Allende, y en Nicaragua, apoyando a los contras contra el gobierno sandinista (Serra, 2023).
El siglo XXI ha sido testigo de intervenciones más sofisticadas o complejas, pero igualmente motivadas por intereses económicos y geopolíticos.
La invasión de Irak en 2003, justificada por la supuesta existencia de armas de destrucción masiva, resultó en una guerra prolongada y la desestabilización de la región. Este conflicto también estuvo motivado por intereses estratégicos y económicos, particularmente relacionados con el petróleo.
En Afganistán, la intervención iniciada en 2001 se prolongó por dos décadas, con resultados terribles en términos de estabilidad y desarrollo. La retirada dejó al país en manos del Talibán, evidenciando el fracaso de la estrategia estadounidense.
Además, Estados Unidos ha intervenido en Libia y Siria, apoyando a grupos rebeldes y realizando bombardeos aéreos, contribuyendo a la fragmentación y el caos en estas naciones; generando crisis humanitarias y flujos masivos de refugiados.
Detrás de estas intervenciones siempre hallamos un común denominador: la lógica del capitalismo global. Estados Unidos ha construido un “imperio informal” que busca abrir mercados y asegurar condiciones favorables para el capital, más que controlar territorios directamente—hasta ahora (Panitch & Gindin, 2012).
Este enfoque ha llevado a la imposición de políticas neoliberales en países intervenidos, beneficiando a corporaciones multinacionales y debilitando las economías locales. La propaganda de la democracia ha sido, en muchos casos, un pretexto para implementar reformas estructurales que favorecen al capital transnacional.
Un ejemplo más reciente. En su segundo mandato iniciado en enero de 2025, Donald Trump ha intensificado una política exterior agresiva hacia México, marcando un nuevo capítulo en el intervencionismo estadounidense.
Una de las medidas más controvertidas ha sido la designación de varios cárteles mexicanos como “organizaciones terroristas extranjeras”, incluyendo al Cártel de Sinaloa y al Cártel Jalisco Nueva Generación. Esta clasificación, formalizada mediante la Orden Ejecutiva 14157, otorga al gobierno estadounidense amplias facultades para actuar unilateralmente bajo la premisa de combatir el terrorismo (Wikipedia, 2025).
Este cambio de paradigma ha generado preocupación en México, ya que abre la puerta a posibles intervenciones militares en territorio nacional. Aunque la presidenta Claudia Sheinbaum ha rechazado públicamente la posibilidad de permitir tropas estadounidenses en México, las declaraciones de Trump y su equipo han mantenido la amenaza latente.
El presidente estadounidense ha afirmado que “no le va a gustar a México” las acciones que tomará para combatir a los cárteles, sugiriendo operaciones unilaterales si considera que el gobierno mexicano no actúa con suficiente contundencia (El País, 2025).
Además, Trump ha reinstaurado políticas migratorias restrictivas, como el programa “Quédate en México”, que obliga a los solicitantes de asilo a esperar en territorio mexicano mientras se resuelve su situación en Estados Unidos. También ha declarado una emergencia nacional en la frontera sur, permitiendo el despliegue de militares y la construcción de nuevas barreras físicas (El País, 2025).
Estas acciones han sido acompañadas de presiones económicas, como la imposición de aranceles del 25% a productos mexicanos, con el argumento de que México no ha hecho lo suficiente para detener el flujo de drogas y migrantes hacia Estados Unidos. La respuesta del gobierno mexicano ha sido enviar notas diplomáticas de protesta y buscar mecanismos de diálogo, aunque la tensión en la relación bilateral persiste (El País, 2025).
La estrategia de Trump refleja una visión unilateral y coercitiva de la política exterior, donde se privilegia la imposición sobre la cooperación. La designación de los cárteles como terroristas y las medidas migratorias y comerciales adoptadas no solo afectan la soberanía de México, sino que también sientan un precedente peligroso para las relaciones internacionales en la región.
Esta retórica de “seguridad nacional” esconde una dimensión más profunda: el interés por los recursos estratégicos del territorio mexicano. Las regiones con mayor presencia de crimen organizado —Sonora, Sinaloa, Michoacán, Guerrero y Chiapas— coinciden, no por casualidad, con zonas ricas en minerales como litio, oro y tierras raras, además de recursos forestales y acuíferos.
La empresa estadounidense Lithium Americas ya ha mostrado interés en los yacimientos de litio en Sonora, y las recientes reformas de Trump buscan garantizar a sus corporaciones acceso a esos insumos vitales para la transición energética y la industria militar de EUA. (Telesur, 2024).
Lo que se presenta como lucha contra el narco es, en el fondo, una estrategia para garantizar seguridad energética y tecnológica, asegurando el control de materias primas críticas. Esto no es nuevo: desde la invasión de Panamá para controlar el canal, hasta la intervención en Irak por el petróleo, la historia estadounidense revela que los conflictos casi siempre se justifican con principios éticos, pero se ejecutan por intereses materiales (Panitch & Gindin, 2012).
México, con su ubicación geoestratégica y su riqueza natural, se convierte así en el nuevo escenario de una disputa silenciosa, donde el discurso sobre el crimen organizado camufla una política extractivista y expansionista.
***Alejandro Gamboa C. Licenciado en periodismo con estudios en Ciencia Política y Administración Pública (UNAM) Enfocado a las comunicaciones corporativas. Colaboró como co editor Diario Reforma. En temas de Ciencia y Comunicación en Milenio y otros medios digitales. Cuenta con 15 años dedicado a las Relaciones Públicas. Ha colaborado en la fundación de la Agencia Umbrella RP. Ha realizado trabajos como corrector de estilo, creador de contenidos y algunas colaboraciones como profesor en escuelas locales.
En teoría, el voto es una afirmación de libertad. En la práctica, cada vez se parece más a un acto condicionado, ejecutado bajo una lógica de la dependencia. La elección judicial que se aproxima en México -domingo 1 de junio- se enuncia como un acto democrático. Sin embargo, detrás de esa narrativa, persiste una realidad más sombría: millones tienen la instrucción de acudir a las urnas no como ciudadanos soberanos, sino como sujetos obligados en una relación de subordinación disfrazada de gratitud.
Durante más de dos décadas, Andrés Manuel López Obrador (jefe de gobierno de CDMX) y su “movimiento” han ampliado y centralizado una red de programas sociales sin precedentes. No se trata únicamente de transferencias económicas, sino de una estrategia política cuidadosamente calibrada. Las ayudas llegan, sí, pero también llegan mensajes. Quién entrega, por qué, y qué se espera a cambio. En muchas comunidades, esos mensajes se traducen literalmente en listas: orientaciones sobre por quién votar, entregadas días antes de la elección.
El resultado es una inversión simbólica: el voto ya no es una expresión autónoma, sino un acto de correspondencia. No una devolución, sino un gesto que se percibe obligado, una suerte de tributo silencioso para preservar lo poco que se ha conseguido.
Lo paradójico: muchos de esos beneficios son reales pero también frágiles. La transferencia económica existe, pero las medicinas no están en las clínicas. La beca a estudiantes se deposita, pero el mercado laboral continúa siendo deprimente. El apoyo llega, pero la inseguridad no cede y el histórico de homicidios siempre tiene un nuevo techo.
Bajo esa tensión, el “bienestar” pierde su dimensión transformadora y se vuelve una forma de consuelo. El Estado aparece, pero incompleto: da recursos, pero no derechos. Y lo que debería empoderar, termina sujetando. Sometiendo.
Esta es la arquitectura del nuevo clientelismo: legal, masivo, emocional. Un sistema que no amenaza abiertamente, pero insinúa consecuencias. No impone, pero orienta con insistencia. No castiga, pero recuerda amenazante.
La política del “bienestar”, en este contexto, ha dejado de ser una vía hacia la autonomía para convertirse en un dispositivo de control suave. Las dádivas materiales se sobreponen a los vacíos estructurales, y lo simbólico sustituye lo sustancial. Se entrega dinero donde falta Estado. Se genera lealtad donde debería haber exigencia.
Este fenómeno no es exclusivo de México, pero aquí ha alcanzado una eficacia particular. Existen venezolanos y cubanos que después de décadas en el desamparo siguen pensando que mejorarán. Otros, millones, han optado por un éxodo doloroso.
Ahora, la legitimidad electoral no se construye sobre el debate, sino sobre la administración del miedo: el temor a perder lo poco conseguido, a que un cambio de gobierno implique el corte del único ingreso estable en un entorno de carencias. Se vota, entonces, con la expectativa no de mejorar, sino de no empeorar.
El pesimismo del “bienestar” parte de esa contradicción: el éxito de Morena radica en una política pública que fracasa en sus fines sociales. Se celebra una cobertura amplia de programas mientras se omite que esos mismos beneficiarios viven en calles sin seguridad, sin medicinas ni doctores, sin empleos. Sin operativamente poder exigir nada. Para fines prácticos, termina siendo más costoso recibir la dádiva.
La pregunta no es quiénes ganarán las elecciones el próximo 1 de junio, la pregunta es qué tipo de ciudadanía está siendo moldeada. Una ciudadanía que participa desde el deseo de cambio o desde la obligación tácita de mantenerse en línea.
Sin una política social que emancipe, el voto pierde sentido como instrumento de transformación. Sin derechos plenos, los programas se convierten en sustitutos, y la democracia en una farsa.
El 1 de junio habrá votos en las urnas. Pero lo que está en juego no es solo el resultado, sino la posibilidad de reconstruir un vínculo entre Estado y ciudadanía que no se base en el temor a perder una transferencia, sino en la confianza de que el bienestar no puede depender del voto, sino de la justicia. La justicia que fue enarbolada como promesa de campaña pero que una vez cumplida su rentabilidad electoral se diluyó.
*** Miguel Ángel Romero Ramírez: Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia. X: @MRomero_z
Los sistemas políticos, como los individuos, tienen sus momentos de delirio. Algunos lo llaman realismo estratégico, otros, cinismo institucionalizado. En México, ese delirio ha tomado forma en la propuesta de “elecciones populares” para designar a jueces y magistrados. Un ejercicio que, bajo la fachada de empoderar al ciudadano, encierra la peligrosa pulsión de capturar el último vestigio de autonomía institucional: el Poder Judicial.
Lo más inquietante de esta maniobra no es su descaro -la historia está colmada de farsas institucionales-, sino la manera en que traslada al ciudadano la carga moral de validar o rechazar esa farsa. En el terreno simbólico, la abstención se ha vuelto un acto sospechoso; la no participación, un gesto de apatía. Pero ¿y si no votar fuera, precisamente, la forma más lúcida de participación en este teatro político?
Existen procesos electorales que han mostrado no ser siempre instrumentos de representación. A veces son mecanismos diseñados para buscar legitimar los abusos. En los regímenes autoritarios, las urnas no buscan expresar la voluntad popular, sino ofrecer a los poderosos la coartada de la participación. Votar, en ese contexto, no es elegir; es formar parte del decorado.
Y aquí está la trampa: el ciudadano es empujado a creer que su deber democrático consiste en acudir, en marcar una boleta, en legitimar un proceso incluso cuando las opciones son meros peones de un ajedrez amañado. La narrativa oficial hablará de “un avance democrático sin precedentes”. Pero la pregunta no es qué se avanza, sino hacia dónde.
Participar no votando es despojar al acto electoral de la validación simbólica que persigue. Es acudir para dejar constancia física de una negativa; es estar presente en la escena sin ser parte de la obra. Ese gesto, incómodo para el poder, es también profundamente democrático: recuerda que la ciudadanía no está obligada a elegir entre impostores.
Se dirá, por supuesto, que esta es una forma de rendición, que al no marcar la boleta se entrega el terreno al adversario. Pero rendirse sería aceptar las reglas de un juego que ya está perdido antes de empezar. Participar no votando es, en cambio, el acto último de afirmación política: la negativa a ser cooptado, la negativa a simular que existe una verdadera elección.
En la lógica de los autoritarismos disfrazados, todo debe parecer legítimo. Los discursos, las boletas, las cifras de participación. Todo debe tener la pinta del consentimiento. Y nada incomoda más a ese aparato de simulación que la evidencia material de un rechazo consciente.
Quizá el dilema no sea si participar o no, sino cómo redefinir lo que entendemos por participación. Acudir sin votar no es pasividad; es una forma avanzada de resistencia civil. Una que deja claro que la dignidad política no cabe en urnas diseñadas para falsear la voluntad colectiva. Porque al final, la pregunta no es si nos veremos reflejados en las boletas, sino si formaremos parte del engaño…. Y, en tiempos tan complejos como estos, negarse a ser cómplice es el gesto más alto de participación.
*** Miguel Ángel Romero Ramírez: Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia. X: @MRomero_z