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Un tanto nerviosa, esperó por más de una hora en el andén del metro, debajo del reloj. Cada hombre se asemejaba al que ella esperaba, el que parecía confirmar su incumplimiento tras cada minuto transcurrido. Volteaba obsesivamente para mirar los números pendientes del techo, dentro de la estructura que anunciaba, además, el nombre de la estación: Balderas.

Pasaban las siete de la tarde. Triste, bajo la sombra de esa tristeza que, aunque esperada, duele de igual forma, decidió salir a tomar un poco de aire del exterior. Recordaba la Plaza de la Ciudadela y las bancas de concreto. Llovía. Una leve brizna escurría desde lo alto matizando los edificios ruinosos del entorno.

Por varios minutos contempló las clases de baile. Bailarines incipientes mejoraban sus destrezas a cada repetición de la cumbia en la bocina de luces led. Otros, definitivamente, habían nacido tan gráciles como un tronco de abedul y por ellos nada podía hacerse para exprimir una gota de talento. Sin embargo, sintió regocijo por aquellos que sin el mínimo decoro hacían su mejor esfuerzo y se zangoloteaban febriles. Sacó un cigarro de su bolso y batalló un poco para encenderlo, la brizna continuaba leve pero pertinaz.

Volteó hacia su izquierda y miró el teatro antes llamado Ciudadela. Recuerdo que una noche, la primera noche que pasamos juntos, vinimos a escuchar a… Richard, sí… Ah, sí, Richard Villalón, peruano él —dijo para sí—. Que si esto es escandaloso, es más vergonzoso no saber amar… —cualquiera se pone cachondo con esa letra y con esa maravillosa voz— se repitió en silencio y sonrió.  

Miró el cigarro consumirse como el tiempo. Parecía haber transcurrido una eternidad, pero no habían pasado más de treinta minutos desde que ella se entretuvo mirando la práctica de baile. Qué carajos hago aquí, sola, como la gata bajo la lluvia de la canción. Mientras pensaba esto, la voz chillona de un hombre, una voz casi infantil, le solicitó un cigarro. Ella, sin voltear a verlo, alargó hasta él la caja entreabierta y el encendedor. Como ella no escuchara el consabido agradecimiento y la devolución de sus objetos, decidió voltear. Lo miró con atención. Una inmensa alegría le recorrió la espalda. Él también le sonrió. Ella se puso en pie y lo abrazó gustosa. Él acarició su cabello empapado y buscó su mejilla para sembrarle un beso. Dos emociones similares pero diferentes habitaban en cada uno.

La profunda alegría de ella salía por sus ojos como el estallido de un polvorín para el que no había dique capaz de contener aquel impulso acumulado. Él, sobradamente contenido, se limitó a abrazarla con un abrazo temeroso, como abrazando una figura de humo que estuviese a punto de dispersarse en el éter de la noche.

En la plancha de la plaza, numerosas, gruesas gotas empezaron a caer causando un estruendo. Una mujer apresuraba a sus hijos para ponerse a resguardo bajo el toldo de lámina del escenario donde los bailarines ensayaban segundos antes. El más pequeño de los niños miraba con atención las luces de la bocina que seguía amplificando la voz del cantante: Dime qué pasó, mi amor, por qué se terminó…

Ella, la mujer del metro, intentó perpetuar el abrazo; él, discretamente, se apartó de ella. Habían pasado años, tal vez demasiados, desde la última vez que se vieron. Sobre esas mismas bancas de la plaza pasaron incontables horas mirando bailar y besándose. Ella parecía no distinguir aquellas transformaciones. Era como si el tiempo se hubiese encapsulado en su memoria, como si los años, atrapados en una instantánea, fueran los únicos válidos en ese momento, sin pasado ni futuro, simples, comprensivos y delicados años causantes de aquel intransferible, inamovible amor que seguía supurándole a ella por los ojos, como espesa miel.

Ella no quiso preguntar sobre la tardanza de él. La espera fallida en la estación del metro había servido para exacerbar el posible sabor del reencuentro. Como en otros tiempos, ella lo tomó del brazo y lo miró con atención, enamorada, esperando que él tomara la iniciativa, que fuera él quien decidiera el camino a seguir; porque ella siempre fue dócil: por siempre, mansamente, ella se había dejado conducir hacia los sitios más inesperados para concelebrar largas sesiones de besos. Él sabía conducirla, llevarla en el acompasado baile de los amantes que pueden recorrer la pista con los ojos cerrados, sólo atentos a la música primitiva del cuerpo.

—Llueve, si quieres te invito a mi departamento —dijo ella y apretó con dulzura el brazo de él, en un gesto coqueto y prometedor.

Él meditó por un instante la propuesta. Amablemente se deshizo del brazo de ella para sacudir las gotas superficiales sobre su ropa y su cabello. Luego, sin decir palabra, retomó con aparente seguridad la invitación e intentó hacerla propia, acostumbrado como estaba a dirigir la orquesta.

Por varios minutos, intentaron abordar un taxi; a esa hora y con lluvia, era casi imposible. Caminaron unos minutos hasta encontrar un café. Los dragones colgantes de la puerta de vidrio eran amenazantes, no así el olor del pan recién horneado. Tomaron asiento y una joven de rasgos orientales tomó su orden. Ambos pidieron café con leche y una charola de pan para elegir. Luego de unos minutos, ella decidió colocarse al lado de él —originalmente, se habían sentado uno frente al otro en el gabinete de color rojo.

Si bien, no se trataba de un reencuentro en toda la extensión de la palabra, ambos sabían que una mariposa de curiosidad revoloteaba en sus respectivos pechos, pero las evidencias, poco a poco, comenzaron a ser mayúsculas. Hablaron un poco de sus respectivas vidas antes de volver a verse, del azar jugando su propia mano cuando se pusieron en contacto en las redes sociales a través de un amigo común.

Ambos rieron un poco al recordar viejas anécdotas. Particularmente, se quedaron mirando, uno al otro, dando pequeños sorbos a su café con leche, cuando vino a cuento aquella primera ocasión en que estuvieron juntos, la voz de Richard Villalón y el hotel ruinoso que tuvo compasión de ellos, cuando jóvenes, en mitad de la noche buscaron alojamiento a cambio de los últimos pesos en sus bolsillos.

 —Definitivamente, aquello fue de locos —dijo ella, y sonrió pícara y con algo de rubor en las mejillas— es el café, está un poco caliente.

Él clavó su mirada en el pan sobre el plato. No acusó recibo de la indirecta del café caliente, y retomó el tema: Seguro recuerdas que vagabundeamos por un par de horas en el metro, que intentamos salir de la estación de trenes hacia cualquier parte, pero a esa hora todo estaba apagado, menos nosotros, que andábamos encendidos y gustosos, escondiéndonos de los grupitos de vándalos apostados en las esquinas, evadiendo el peligro. Si supieras que me he vuelto más conservador y temeroso, que me acuesto temprano con la televisión encendida. Que he estado casado un par de ocasiones, y me he divorciado las mismas veces. Dicen que cuando se repiten los errores se acaban los argumentos, y, seguro, yo he sido el de las fallas. Para qué culpar a nadie, yo me hago cargo. Debo decir que las dos fueron buenas mujeres, pero todo cambió después de un tiempo. No tengo hijos, y vivo como ermitaño en mi isla privada en medio de la ciudad. En un cuarto de azotea.

—Bueno, me toca contarte cómo me ha ido —dijo ella y acomodó los codos sobre la mesa y las manos bajo su barbilla, como un gato dispuesto a confesar una falta, con esa mezcla de cinismo y astucia que, pese a todo, espera recompensa—: Me casé… bueno, decidí vivir en unión libre. Él es un hombre bueno, inocente para mi gusto. Tú sabes, hay momentos en que nosotras las mujeres… —él casi cerró los ojos, tratando de escudriñar aquella frase: “tú sabes”. Él no sabía nada de las mujeres, y si sus dos divorcios no significaban nada, si no eran un fiel testimonio de su incapacidad para comprender el alma femenina, entonces, cualquiera como él, pese a sus pocas credenciales, podía erigirse como todo un especialista del comportamiento de las mujeres— … tenemos el recuerdo, vaya, recordamos al primer hombre de nuestra vida, este se queda en nosotras, vive ahí, en nuestra mente, y cuando las cosas van mal en el hogar nomás abrimos el cajón y sacamos a ese hombre del recuerdo, lo materializamos; él, mitad imaginario, construido con retales, es el ideal que no termina de armarse, de concluirse. Tú eres ese hombre —terminó ella de hablar y soltó una exhalación, como si hubiese tenido algo atorado en el pecho durante varios siglos, esperando la ocasión propicia para salir, para lucirse bajo el amparo de las mejores palabras, de los mejores argumentos. Era su forma de decir “aquí estamos, aprovechemos el tiempo inteligentemente”.

En el rostro de él se dibujó una mueca, tal vez triste. Sabía en el fondo que estaba lejos de las expectativas de ella. Que aquel idealismo se fundamentaba más en sus deseos. Paletadas de experiencias, como tierra de tumba, se habían apilado sobre cada una de sus vidas; sin embargo, ella no parecía tener conciencia clara del tiempo y el espacio.

Él pensaba: tal vez si nos hubiésemos evitado tanta cháchara, tanto rodeo y hubiésemos ido al grano: aquí a la vuelta hay un hotel. Son casi las diez de la noche. Tal vez, a estas horas, ya todo hubiese terminado. Regresar a la jaula con una nueva experiencia, lista para guardar bajo la cama… Se recriminaba su indecisión. Ella le había cedido la iniciativa, y ambos sabían qué deseaban. Pero él estaba más temeroso de la mujer. Temía ser descubierto por ella, y también descubrirse desnudo, sin artificios ni construcciones de personalidad efímeras, poses de macho que cambia el plumaje de color y lo esponja, y alardea al ejecutar el pleno ritual de la conquista. Pero hasta ese ritual se había vuelto un fastidio Por eso prestó poca atención a las historias que ella le contara, y que se sucedieron, una tras otra, incontenibles; tal vez, en un afán por pedir al tiempo perdido que regresara, que él la conociera.

Ella quería enseñarle que en su vida habían sucedido muchas cosas, la mayoría insignificantes, pero dignas de compartirse. A él no le importó ni una pizca que las muñecas rubias fuesen robadas por los cargadores de la mudanza, cuando ella cambió de domicilio, allá por los ochenta; tampoco quiso saber más de los mutuos excompañeros de escuela, de sus vidas, de sus divorcios y salidas del clóset de un buen número de ellos. Discretamente, él miraba de reojo el reloj en la pared del establecimiento. La simpática oriental que atendía a los clientes preguntó cortésmente si gustaban ordenar algo más. Él la miró a ella deseando que las palabras de la chica fuesen un punto final para ese monólogo. Esperó la respuesta de la mujer y, al corroborar que ella no ordenaría otra cosa, solicitó la cuenta. Al hacerlo, sintió una paz muy grande, la paz que se avecina luego del estruendo, un zumbido que se hace intenso y termina por aturdir, aniquilando cualquier vestigio, toda forma de recuerdo que incomode.

Él se excusó un momento para ir al baño. Ella le miró las nalgas con descaro. Esas eran las nalgas tan deseadas, tan idealizadas, que alguna vez fueron suyas y que hoy, si todo marchaba bien, volverían a serlo. Así pasaron los minutos, y luego de un par de horas, la joven de ojitos rasgados se acercó a la mesa para preguntar nuevamente si todo estaba en orden, si deseaba pedir algo más. Ella preguntó a la joven si el caballero aún seguía en el cuarto de baño. La muchacha, extrañada, contestó que nadie estaba ahí, por lo menos, ella no había visto a nadie. Pero ofreció pedir a un compañero que revisara. Minutos después, la chica confirmó que nadie, excepto ella, estaba en el establecimiento, y que faltaban pocos minutos para cerrar.

Ella sacó su cartera y colocó el importe anotado en la nota. Se levantó y caminó con rumbo al metro Balderas. Faltaban pocos minutos para la última corrida y los guardias ya se aprestaban a cerrar el acceso. Él la seguía a prudente distancia. Hacía quince años que el conocido hotel donde trabajaba se había derrumbado durante el sismo del ochenta y cinco, y él había muerto entonces en el lobby, de manera instantánea. Ambos sabían que jamás volverían a estar juntos, pero se prometieron repetir ese ritual de la cita, año tras año; inventarse una vida y fingir que la muerte no es más que una ilusión.

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Ébano y el periodismo cultural en México

Por: Alejandro Gamboa C.

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Hace algunos años, una amistad, Stephanie Esparza, me regaló un libro extraordinario: Ébano de Ryszard Kapuściński. Desde las primeras páginas, me atrapó su estilo único, una mezcla de periodismo fresco y casi poético que me llevó a lugares desconocidos y me enseñó nuevas formas de entender el oficio de contar historias.

Kapuściński, según la revista Gatopardo, no era un periodista cualquiera. Fue un hombre que vivió intensamente, cubriendo 27 revoluciones, sobreviviendo 40 arrestos y 4 sentencias de muerte. Su enfoque narrativo era singular; lograba fusionar la poesía con el periodismo de una manera tan natural que sus crónicas se convertían en una suerte de obra literaria.

Sus textos abordaban la descolonización en África y las tensiones de la Guerra Fría, pero siempre desde una perspectiva humana, lo que lo hizo cercano a figuras como Gabriel García Márquez y lo llevó a recibir el Premio Príncipe de Asturias en 2003.

Ébano, publicado en 1998, es un testimonio de la vida africana durante las décadas de 1950 a 1990, un periodo de descolonización lleno de contradicciones. En este libro, Kapuściński no solo narra la pobreza, la violencia y las dictaduras, sino que también captura la esencia cultural y espiritual de un continente en transición. Su estilo combina la observación detallada con una reflexión profunda sobre la humanidad, lo que me dejó, al finalizar la lectura, con una sensación de vacío y una urgente necesidad de saber más sobre él y su obra.

Hoy día, esto también me ha llevado a cuestionar el estado actual del periodismo cultural. Pareciera que hemos perdido a esos periodistas que, como Kapuściński, podían conjugar la narrativa literaria con la descripción precisa de los hechos.

Recuerdo con nostalgia aquellos suplementos culturales de El Nacional o El Financiero, que eran verdaderas joyas del periodismo. O la revista Siempre!, en su antiguo formato, que contaba con plumas envidiables que llenaban sus páginas de cultura e inteligentes análisis. Hoy, lamentablemente, muchos de estos espacios han desaparecido o se han convertido en simples plataformas propagandísticas.

En su obra Historia del periodismo cultural en México, Humberto Musacchio nos recuerda que el periodismo cultural en México tiene una rica historia que se remonta a las hojas volantes de la época colonial. Este tipo de periodismo ha sido fundamental para informar, analizar y criticar las manifestaciones artísticas e intelectuales, además de conectar generaciones de escritores y artistas. Sin embargo, en la era digital actual, el periodismo cultural enfrenta nuevos retos y transformaciones.

Con la expansión de las redes sociales, el internet y la inteligencia artificial, vemos surgir un nuevo tipo de periodismo cultural. Jóvenes creadores, motivados por el deseo de compartir sus aficiones y perspectivas, apoyados en la tecnología han comenzado a ocupar el espacio que antes pertenecía a los medios tradicionales.

Aunque este nuevo periodismo emergente ofrece una variedad de opciones y voces, también está manchado por la proliferación de fake news, un problema que esperamos se regule en favor de un periodismo documentado y veraz.

Todo esto, a propósito de Ébano y de Kapuściński, me motivó a desempolvar el libro y hojearlo de nuevo, inspirado por la relevancia de este nuevo periodismo emergente, que sigue siendo vital para conocer otras perspectivas y mantener viva la llama de la narrativa cultural.

Alejandro Gamboa C.
Licenciado en periodismo con estudios en Ciencia Política y Administración Pública (UNAM) Enfocado a las comunicaciones corporativas. Colaboró como co editor Diario Reforma. En temas de ciencia y comunicación en Milenio y otros medios digitales. Cuenta con 15 años dedicado a las Relaciones Públicas. Ha colaborado en la fundación de la Agencia Umbrella RP. Ha realizado trabajos como corrector de estilo, creador de contenidos y algunas colaboraciones como profesor en escuelas locales.

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Reforma Judicial, con premios a alineados

Por: Miguel Ángel Romero Ramírez

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Mientras miles de trabajadores del Poder Judicial de la Federación salen a las calles para reclamar el despropósito de una reforma que, además de alterar su circunstancia laboral lastima el orden constitucional al propiciar un desequilibrio entre los Poderes de la Unión, las negociaciones de alto nivel cobran relevancia.

Magistrados del Tribunal Electoral afines al oficialismo mantienen reuniones en las que Ricardo Monreal, próximo coordinador legislativo del oficialismo en la Cámara de Diputados y Arturo Zaldívar, próximo titular del Tribunal de Disciplina Judicial, les aseguran asientos en la eventual conformación de la nueva Suprema Corte.

La calificación del proceso electoral 2024 –sin mayor autocrítica– en la que ganó Claudia Sheinbaum, la permanencia de Alito Moreno al frente del Partido Revolucionario Institucional, PRI, –favorable al oficialismo por su perenne autodestrucción– así como la ratificación de la sobrerrepresentación en el Congreso de la coalición de Morena, el Partido Verde y el Partido del Trabajo en el Congreso, son algunas de las decisiones que podrían ser la moneda de cambio con la que el bloque de magistrados del Tribunal Electoral, afín al oficialismo, tengan posibilidades de transitar a ministros en la eventual nueva conformación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Diversas fuentes consultadas aseguran que la oferta de quien se asume el próximo titular del –todavía inexistente– Tribunal de Disciplina Judicial, Arturo Zaldívar es exclusiva para los magistrados: Mónica Soto (presidenta del Tribunal Electoral), así como Felipe de la Mata Pizaña y Felipe Alfredo Fuentes Barrera, quienes conforman el bloque de tres magistrados que con sus resoluciones logran “mayoritear” a los otros dos integrantes de la Sala Superior: Janine Otálora y Reyes Rodríguez.

Una Sala Superior que, hoy por hoy, funciona con dos integrantes menos (en vez de cinco deberían de ser siete) gracias a que Morena en el Congreso se negó a nombrar en las sillas vacantes a sabiendas de que el proceso electoral del 2024 sería sumamente complejo.

Estas negociaciones, llevadas a cabo en las sombras y lejos del escrutinio público, ponen en evidencia una peligrosa tendencia de concentración del poder y el debilitamiento de las instituciones que deberían servir como contrapeso en un sistema democrático.

La posibilidad de que los magistrados afines al oficialismo sean recompensados con asientos en la nueva Corte, a cambio de decisiones que favorecen a los intereses del partido en el poder, no solo pone en duda la imparcialidad de la justicia electoral sino que además socava la confianza en el sistema judicial en su conjunto. ¿Sirve de algo que miles de trabajadores marchen cuando están lejos de los pactos que se hacen por encima de ellos?

La reforma judicial, está claro, lejos de fortalecer el Estado de Derecho, está orientada a consolidar un control político sobre el Poder Judicial, debilitando así uno de los pilares fundamentales de la democracia.

Miguel Ángel Romero Ramírez: Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia.
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SCJN, ¿cómplice pasivo de reforma judicial?

Por Miguel Ángel Romero Ramírez

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La actitud de la Suprema Corte, ante una reforma judicial tan destructiva, no sólo ha sido decepcionante, sino también alarmante.

El silencio ensordecedor le imprime un sello de complacencia al atropello del sistema judicial que podría tener consecuencias desastrosas para la democracia mexicana. Horas después de que la ministra presidenta, Norma Piña aplaudiera de pie la entrega de constancia de Claudia Sheinbaum como presidenta electa de México, cerca de 55 mil trabajadores del Poder Judicial organizaron un paro nacional… pero sin su respaldo… a su suerte.

La Corte no sólo ignora su deber de proteger a sus trabajadores sino parece haberse convertido en cómplice pasivo de su propia desmantelación. El aplauso de pie de Norma Piña a Claudia Sheinbaum sería irrelevante y podría ser considerado una mera cortesía política si meses atrás ella misma no hubiera protagonizado un momento clave en la ceremonia de celebración del 106 aniversario de la Constitución cuando no se levantó de su asiento y tampoco celebró la entrada al auditorio del presidente Andrés Manuel López Obrador. ¿Las cosas cambiaron? ¿Ahora sí se somete?

El cambio de señales constante en la Suprema Corte de Justicia en la Nación exhibe, además del poco oficio político y la candidez, el nulo compromiso con los intereses superiores de la Nación. Puede ser entendible que la ministra presidenta y su equipo encuentren en Claudia Sheinbaum un respiro después de los embates coléricos del saliente presidente Andrés Manuel López Obrador, pero en los hechos no cambia absolutamente nada.

La estrategia del oficialismo que busca cooptar el sistema judicial para evitar resistencias a la instalación de un régimen autoritario sigue en curso y con más bríos que antes.

¿De qué sirve que los empresarios, académicos, asociaciones y barras de abogados, e incluso la ONU se desgarren las vestiduras con sendos comunicados, posicionamientos y entrevistas en medios de comunicación cuando la titular del Máximo Tribunal simplemente no sale y tampoco dice nada… y cuando aparece lo hace para aplaudir al oficialismo? Sin un liderazgo fuerte ¿cuánto podrá resistir el paro nacional de trabajadores que no goza del respaldo institucional? ¿Hasta dónde podrán llegar divididos?

¿Será que influye la actualización del dictamen que discutirá el Congreso sobre dicha reforma? Ahí, entre otras cosas, el oficialismo abre la puerta para que los ministros de la SCJN que decidan no estorbar en la demolición del Poder Judicial puedan acceder a su pensión vitalicia (conocido como haber de retiro). Sí, la misma pensión de la cual gozan Arturo Zaldívar y Olga Sánchez Cordero, exministros de La Corte que hoy desde el partido en el poder acusan de “privilegios” a sus colegas… “privilegios” que siguen gozando y que a ambos les da aversión renunciar a dicha prestación. ¿Cuántos de los hoy 11 ministros van a preferir su pensión vitalicia?

Hace algunas semanas, en este mismo espacio, redacté una carta de renuncia ficticia de la ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la cual se mantiene vigente. La crítica es la misma. En ningún momento ha podido explicar por qué 36 millones de votos no significa ni tiene implícito que un gobierno legalmente constituido pueda alterar el estado constitucional. Nada ni nadie, en una democracia, puede alterar el equilibrio de poderes. Claro, a menos de que pasemos a ser un país con un régimen autoritario en el que a la ya de por sí mediocre clase política sea imposible exigirle cuentas.

Apuntes:

Ernesto Canales, destacado abogado egresado de la Escuela Libre de Derecho y primer fiscal anticorrupción en el país (Nuevo León) está por lanzar su nuevo libro: ¡Hay Justicia! Una crónica audaz sobre el rol que le ha tocado jugar dentro del sistema de justicia mexicano, particularmente en casos mediáticos.

Si no fuera real sería una entretenida novela sobre corrupción, socialités, políticos corruptos y connotados empresarios dispuestos a todo para ganar un juicio. Un estimulante texto que edita Planeta y que pronto estará en todas las librerías del país y mismo que su autor promocionará en ferias de libro y, sobre todo, en espacios académicos.

Miguel ángel Romero Ramírez: Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia.
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