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No dudará en usarla

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—Uy, abuelito: ya ni con chochos azules. Pero le vamos a hacer la lucha. Recuéstese un poco, así. Ándele, ponga su cabecita sobre la almohada y déjese llevar. Ande, así mero. No le va a doler, se lo aseguro; con cuidado. Capaz de que, si algo le pasara, me lo cobran como estudiante universitario —con calma, lentamente, la joven mujer levantó las piernas del viejo hasta colocarlas bien alineadas sobre la colcha de estampados naranjas, amarillos y azules.

El abuelo se puso cómodo. Con las puntas de los pies apoyándose en los talones se deshizo de los zapatos deportivos. Fue sintiendo cómo el cuerpo se le alaciaba hasta hacerlo perderse en la luz de la lámpara.

Era su cumpleaños. Había acumulado tantos que casi nadie sabía con certeza qué edad tenía. Pero los nietos insistieron en darle la oportunidad al viejo de echar una canita al aire, porque las vecinas ya murmuraban: Tengan cuidado con don Mumi, se le queda viendo a las muchachas con unos ojos iguales a los del puritito demonio de la lujuria. Casi las desviste con la mirada. No vaya siendo que un día pierda la cordura y le dé un susto a alguna. —Lo cierto es que ninguna de las vecinas conocía al meritito demonio de la lujuria. Si bien les iba, sólo lo presintieron durante algunos, contados, momentos de su efímera vida sexual. También, es cierto, que nadie puede desvestir con la sola mirada, ni por muchas dotes de David Copperfield que pudiera poseer alguien en el barrio.

La cordura del anciano no estaba a discusión, pero las leyendas oscuras que se contaban en torno a él lo habían convertido en una especie de ídolo no declarado de las féminas invernales, quienes habían encontrado, en la propia leyenda, un motivo para echar a revolotear la imaginación a sus anchas. Cada mujer, a su manera, no perdía la oportunidad de intercambiar palabra con el viejo, cuando éste dedicaba el domingo para ir a la misa de las doce de la mañana y luego encaminarse a la paletería para degustar un helado triple de vainilla en cono de harina, salpicado con trozos de nuez picada.

Nadie obligaba a ninguna de las damas a sentarse a un costado del viejo sobre las bancas de solera pintadas de colores rosa y blanco. Se hacían las aparecidas para entablar plática con el viejo. El hombre era receloso. O tal vez la carne vieja había dejado de simpatizarle. Estaba convencido de que las gallinas antiguas no hacen buen caldo, que, mejor dicho, ranciaban el aire con sus alharacas prejuiciosas y sus modos anacrónicos.

Tal vez las historias sobre su persona no estaban tan alejadas de sus apasionamientos carnales, pero los excesos deben ejecutarse lejos del hogar, recordaba haber escuchado alguna vez, muchos años atrás, en una clase de literatura de la secundaria.

La mujer tomó asiento y, como quien no quiere la cosa, abrió la boca para vaciar planteamientos, teorías, prejuicios y complejos sobre el entorno y sus habitantes. El viejo permaneció en silencio mirando cómo las bolas de su helado se hacían pequeñas hasta escurrirse sobre el cono hasta volverlo flácido. Era tal la desfachatez de la mujer que intentó solucionar lo que ella consideró un descuido del viejo: pidió un puño de servilletas a los dependientes de la heladería, extendió hacia el hombre un par de ellas e intentó limpiar las salpicaduras de helado caídas sobre la banca.

—Tenga cuidado. Mire, ya se manchó. Pero por suerte estoy aquí, para ayudarlo. Por cierto, ¿quién le lava y le plancha la ropa? Porque, si gusta, yo puedo hacerlo con gusto, y gratis. Nomás dígame cuándo puedo ir a su casa y a qué horas y le dejo limpia su ropa, hasta almidonada —dijo la mujer, y cuando mencionó la palabra almidón, al viejo le pareció escuchar una acentuación exacerbada: la grafía brincoteó desde el sonido y, en una pirueta parecida al salto mortal, se posó, cuan negra era, sobre aquellos labios cuarteados que pretendían ser sensuales e invitadores.

En microsegundos, todas las sílabas que integran la palabra al-mi-dón, reclamaron un trozo de existencia propia, se rebelaron ante la subordinación totalitaria, entendieron que aquella integralidad estaba dispuesta para que la máquina funcionara. Tomaron conciencia sobre la importancia de su trabajo y se rebelaron frente a la tiranía de la oración, después pensaron en quemar el párrafo completo hasta transformar la historia y reescribirla a su modo. Intentaron convocar a otros artículos, preposiciones, verbos y sustantivos igual de inconformes, pero antes de que la insurrección estallara en su mente, el viejo respondió a la oferta del lavado y planchado con una frase seca: —Le agradezco, me gusta hacerme cargo de mis propias cosas.

Aquella mujer no paraba de hablar y parecía no darse cuenta de su absurdo monólogo. Sus palabras eran tan edulcoradas, que atiborraban los oídos, y cada una de las frases empujaba a las otras en una lucha encarnizada por penetrar primero por el conducto auditivo del viejo; aquello se volvía en una pelea a muerte con armas punzocortantes que terminaba por exacerbar los ánimos del receptor. Sin que el emisor manifestara la más mínima piedad o consideración ante tal apabullamiento.

Por un momento, al viejo le pareció percibir que paletadas de estiércol llegaban hasta sus oídos, sintió que aquella mujer lo estaba transformando en una fosa séptica, en una fosa común donde los muertos se reanimaban para arrojarse trozos agusanados de carne que arrancaban, con sus propias manos, de su propio cuerpo. Una bacanal fétida donde él estaba amordazado, atado a una banca de metal pintada de colores rosa y blanco, como un inocente estúpido incapaz de reunir un poco de voluntad y retacar su flácido cono de helado en aquella bocaza inmunda. Pero, ante todo, se impuso la caballerosidad, se puso en pie y se despidió cortésmente, sin argumentar nada. Estaba asqueado.

Sin embargo, algo era cierto, algo tenía el viejo en la mirada que a lo largo de su vida le atrajo numerosos conflictos y enfrentamientos. Si la vista es muy natural, decía en su descargo. Pero no todos pensaban lo mismo. En cierta ocasión, en los mingitorios de una cantina, el mero entrecruzamiento accidental de miradas bastó para que un ebrio se sintiera agraviado y pretendiera, sin higiene de por medio, propinarle un par de bofetadas. Hasta que un grupo de meseros acudió para mediar las cosas y pedir amablemente al viejo que mejor se retirara para no importunar al “señor licenciado” quien era, además, agente del ministerio público.

En la familia se preguntaron por largo tiempo qué rasgo de él le había resultado atractivo a su mujer, hoy difunta. Porque ambos eran como dos opuestos irreconciliables. En ella, todo era dulzura y don de gentes. En él todo era marcialidad, control, subordinación, disciplina… hasta que los hijos se hicieron adultos y decidieron, por sí mismos, la forma de continuar con su vida, ya sin el yugo paterno.

A ratos se preguntaba en la oscuridad de su recámara: —¿Si el muerto fuera yo y mi mujer estuviera viva? ¿Qué haría ella en estos momentos?

Aquellas elucubraciones, frecuentemente, ocupaban su pensamiento hasta muy avanzada la madrugada. Hasta que los ojos gobernaban el cerebro y cerraban la ventanilla de atención de los asuntos inútiles. Todo sucedía en esa especie de burocracia existencial que no tiene ni pies, ni cabeza, ni razón de ser, en tanto, siempre conduce al mismo callejón sin salida por donde transitan quienes, en definitiva, tienen temor de vivir.

Una tarde, luego de varias horas de búsqueda, sus nietos le encontraron vagando al interior del mercado público. Desorientado, intentaba reconocer en cada rostro de los marchantes un indicio sobre sí mismo, pero sólo rondaba la indiferencia haciendo sus compras. Un sentimiento de angustia llegaba hasta él y luego se alejaba aleteando, como una mariposa frágil de la que no se precisan colores ni formas.

—Vente abuelo. Llevamos buscándote un buen rato. Fuimos a la heladería, y cuando vimos la banca vacía nos espantamos. Capaz que te hubiera pasado algo.

Los jóvenes tomaron al viejo por el brazo, uno a cada lado, como se toma un enfermo que no puede valerse por sí mismo. Por vez primera, el hombre sintió la necesidad de dejarse conducir, de entregarse a la voluntad del otro, de callar lo que pensaba para no importunar a sus atentos lazarillos.

Por la noche, los hijos recriminaron al viejo, convirtiendo el asunto en una especie de venganza esperada durante muchos años. Tal vez sólo se trataba de la continuación, del tiempo de cosecha de los frutos amargos, sembrados en sus vástagos. Pero la mente ya no daba para esa reflexión. Así se fueron suscitando nuevos episodios. Al viejo le dio por caminar desnudo en el patio. Por tomar agua del lavadero con la vieja jícara de plástico y verterla sobre su cuerpo, le gustaba sentir el agua deslizarse fría, desde su cabeza hasta sus pies. A sus nietos le divertían los aparentes disparates del anciano. Por eso, cuando sus padres no estaban en casa, se convirtieron en sus cómplices, en facilitadores de sus ocurrencias. Para ellos, no existía la mínima malicia, ni pudor alguno ensuciaba aquellos momentos cuando el viejo, desnudo, dibujaba ángeles de agua, tendido sobre las losetas del patio. Múltiples carcajadas brotaron de aquellos jóvenes recién salidos de la infancia, por tanto, expertos en esa clase de goces que permanecen en el alma por siempre.

Por varios meses, pese a las recomendaciones del médico, el abuelo siguió recibiendo su dosis de azúcar en forma de helado de vainilla salpicado de nuez picada. Como un niño, era llevado a la misa de doce por sus nietos. En silencio, sentado sobre las enormes bancas de madera, seguía atento el ritual. Algo en su interior le guiaba. Aunque las formas tuvieran menos significado, subyacía lo inexplicable proveyéndolo de un sentimiento reconfortante, como un abrazo, como un suéter nuevo hecho a la medida que se ajusta al cuerpo y que tiene la temperatura perfecta, deseada, ideal para quien lo usa.

En medio de aquel cúmulo de olvidos que vaciaban los recuerdos de su vida, como un pizarrón sobre el que se escribe nueva información, aunque efímera, el cuerpo del anciano recordaba. Porque una cosa es el recuerdo que ha de archivarse, el que se transformará en la memoria, para bien o para mal, a gusto de quien lo vive, y otro asunto es la biología que no tiene reparos en cobrar cuentas o ajustar presupuestos, y sacar del archivo muerto aquellas cosas que parecían olvidadas. Y el cuerpo recordó: sacó del aparente olvido la parte inerte del abuelo. Lo que fue motivo de risas para sus nietos:

—Al abuelo todavía se le para —festejaron lo jóvenes, chocando sus palmas abiertas con las del viejo que, desnudo y alegre, brincoteaba; como quien busca volver a dirigir la orquesta con la batuta en ristre.

Había que darse prisa: sus padres estaban por llegar y el abuelo estaba “armado”. —Está armado y no dudará en usarla —dijo uno de ellos y ambos soltaron la carcajada. Se dispusieron a secar con una toalla al abuelo y vestirlo, ante la inminente llegada de los nuevos tiranos del castillo.

Los días transcurrieron en calma, hasta que una noche, la mujer que ayudaba con la limpieza se quejó amargamente de la conducta inapropiada del viejo:

—Pues yo no quería decirles, pero el señor se estaba tocando ahí, debajo, mientras yo tendía la cama. La verdad, ya me dio miedo, porque él no está en sus cabales y, en una de esas, capaz que me agarra doblando las sábanas y me dobla a mí, y yo soy una mujer decente. Ahora que… si me suben el sueldo al doble, pues estaría dispuesta a correr el riesgo, porque la necesidad es canija, digo, la necesidad del dinero, claro. Y…

Los hijos del viejo aceptaron la renuncia de la mujer, no sin antes pagarle una semana extra por las molestias y para garantizar la completa secrecía por aquel desaguisado. Pese al acuerdo, todo se supo, y la leyenda del viejo languso creció y se extendió hasta ser parte de la comidilla de las beatas y las libres pensadoras. Se formaron dos facciones: una a favor y otra en contra de los hechos. Hubo quienes interpretaron el asunto como un tema biológico que estaba fuera del control del “enfermito”. Otros dijeron que el diablo no tiene reparos ni moral y se interna en los más débiles: He aquí un caso donde la oración es el único camino para expulsar al maligno de ese cuerpo inocente que ya se encuentra en la antesala del hoyo en la tierra. Ese chancludo cuernudo quiere arrebatar un alma al cielo mediante el pecado de lujuria.  

Los hijos se avergonzaron y prohibieron que el viejo tuviera cualquier contacto con personas ajenas a la familia. Incluso las visitas serían restringidas. Los nietos, quienes se alternaban para cuidar del anciano, durante la tarde y la mañana, dependiendo de sus horarios escolares, idearon una solución práctica: —Hay que llevar al abuelo con las muchachas de paga.

En definitiva, hay soluciones sensatas y soluciones prácticas. Pero ésta, en particular, parecía carecer de cualquier lógica. El viejo, que aún conversaba con sus nietos durante sus esporádicos lapsos de lucidez, se mostró complacido y aceptó la deferencia sellando el pacto con los jóvenes mediante un abrazo apretado de tres.

El siguiente paso fue convencer a sus padres de que el abuelo necesitaba salir a despejarse, que el encierro lo mataría. Así, entre argumentos lastimeros, provistos de cierta lógica, los jóvenes pusieron guapo al abuelo y lo subieron en el auto familiar, bajo el compromiso de llevarlo a caminar al parque. Incluso le mercaron ropa y zapatos deportivos. Para confeccionar de mejor manera la argucia metieron, en el Valiant amarillo, un par de balones y la bomba para inflarlos.

El plan se maduró durante un par de semanas. Estaba tan bien cronometrado que la chica contratada llegaría a cierta hora al hotel de paso señalado. Previamente, aunque no se estila así, la habitación donde sucederían los hechos ya estaba reservada: Por aquello de no te entumas y mejor tener todo bajo control. Pensaron en darle al abuelo una pastilla para desinhibirlo, pero lo descartaron, pues, precisamente, la desinhibición del abuelo los había conducido hasta ahí.

En la habitación, la muchacha miraba sorprendida la magia de la naturaleza. Sonrió y se dispuso a cumplir con su trabajo. En la recepción del hotel, los jóvenes se miraban y sonreían mientras cronometraban. Para romper la tensión del momento, uno de ellos dijo: Está armado y no dudará en usarla —una estrepitosa carcajada retumbó en la recepción.

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Ébano y el periodismo cultural en México

Por: Alejandro Gamboa C.

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Hace algunos años, una amistad, Stephanie Esparza, me regaló un libro extraordinario: Ébano de Ryszard Kapuściński. Desde las primeras páginas, me atrapó su estilo único, una mezcla de periodismo fresco y casi poético que me llevó a lugares desconocidos y me enseñó nuevas formas de entender el oficio de contar historias.

Kapuściński, según la revista Gatopardo, no era un periodista cualquiera. Fue un hombre que vivió intensamente, cubriendo 27 revoluciones, sobreviviendo 40 arrestos y 4 sentencias de muerte. Su enfoque narrativo era singular; lograba fusionar la poesía con el periodismo de una manera tan natural que sus crónicas se convertían en una suerte de obra literaria.

Sus textos abordaban la descolonización en África y las tensiones de la Guerra Fría, pero siempre desde una perspectiva humana, lo que lo hizo cercano a figuras como Gabriel García Márquez y lo llevó a recibir el Premio Príncipe de Asturias en 2003.

Ébano, publicado en 1998, es un testimonio de la vida africana durante las décadas de 1950 a 1990, un periodo de descolonización lleno de contradicciones. En este libro, Kapuściński no solo narra la pobreza, la violencia y las dictaduras, sino que también captura la esencia cultural y espiritual de un continente en transición. Su estilo combina la observación detallada con una reflexión profunda sobre la humanidad, lo que me dejó, al finalizar la lectura, con una sensación de vacío y una urgente necesidad de saber más sobre él y su obra.

Hoy día, esto también me ha llevado a cuestionar el estado actual del periodismo cultural. Pareciera que hemos perdido a esos periodistas que, como Kapuściński, podían conjugar la narrativa literaria con la descripción precisa de los hechos.

Recuerdo con nostalgia aquellos suplementos culturales de El Nacional o El Financiero, que eran verdaderas joyas del periodismo. O la revista Siempre!, en su antiguo formato, que contaba con plumas envidiables que llenaban sus páginas de cultura e inteligentes análisis. Hoy, lamentablemente, muchos de estos espacios han desaparecido o se han convertido en simples plataformas propagandísticas.

En su obra Historia del periodismo cultural en México, Humberto Musacchio nos recuerda que el periodismo cultural en México tiene una rica historia que se remonta a las hojas volantes de la época colonial. Este tipo de periodismo ha sido fundamental para informar, analizar y criticar las manifestaciones artísticas e intelectuales, además de conectar generaciones de escritores y artistas. Sin embargo, en la era digital actual, el periodismo cultural enfrenta nuevos retos y transformaciones.

Con la expansión de las redes sociales, el internet y la inteligencia artificial, vemos surgir un nuevo tipo de periodismo cultural. Jóvenes creadores, motivados por el deseo de compartir sus aficiones y perspectivas, apoyados en la tecnología han comenzado a ocupar el espacio que antes pertenecía a los medios tradicionales.

Aunque este nuevo periodismo emergente ofrece una variedad de opciones y voces, también está manchado por la proliferación de fake news, un problema que esperamos se regule en favor de un periodismo documentado y veraz.

Todo esto, a propósito de Ébano y de Kapuściński, me motivó a desempolvar el libro y hojearlo de nuevo, inspirado por la relevancia de este nuevo periodismo emergente, que sigue siendo vital para conocer otras perspectivas y mantener viva la llama de la narrativa cultural.

Alejandro Gamboa C.
Licenciado en periodismo con estudios en Ciencia Política y Administración Pública (UNAM) Enfocado a las comunicaciones corporativas. Colaboró como co editor Diario Reforma. En temas de ciencia y comunicación en Milenio y otros medios digitales. Cuenta con 15 años dedicado a las Relaciones Públicas. Ha colaborado en la fundación de la Agencia Umbrella RP. Ha realizado trabajos como corrector de estilo, creador de contenidos y algunas colaboraciones como profesor en escuelas locales.

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Reforma Judicial, con premios a alineados

Por: Miguel Ángel Romero Ramírez

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Mientras miles de trabajadores del Poder Judicial de la Federación salen a las calles para reclamar el despropósito de una reforma que, además de alterar su circunstancia laboral lastima el orden constitucional al propiciar un desequilibrio entre los Poderes de la Unión, las negociaciones de alto nivel cobran relevancia.

Magistrados del Tribunal Electoral afines al oficialismo mantienen reuniones en las que Ricardo Monreal, próximo coordinador legislativo del oficialismo en la Cámara de Diputados y Arturo Zaldívar, próximo titular del Tribunal de Disciplina Judicial, les aseguran asientos en la eventual conformación de la nueva Suprema Corte.

La calificación del proceso electoral 2024 –sin mayor autocrítica– en la que ganó Claudia Sheinbaum, la permanencia de Alito Moreno al frente del Partido Revolucionario Institucional, PRI, –favorable al oficialismo por su perenne autodestrucción– así como la ratificación de la sobrerrepresentación en el Congreso de la coalición de Morena, el Partido Verde y el Partido del Trabajo en el Congreso, son algunas de las decisiones que podrían ser la moneda de cambio con la que el bloque de magistrados del Tribunal Electoral, afín al oficialismo, tengan posibilidades de transitar a ministros en la eventual nueva conformación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Diversas fuentes consultadas aseguran que la oferta de quien se asume el próximo titular del –todavía inexistente– Tribunal de Disciplina Judicial, Arturo Zaldívar es exclusiva para los magistrados: Mónica Soto (presidenta del Tribunal Electoral), así como Felipe de la Mata Pizaña y Felipe Alfredo Fuentes Barrera, quienes conforman el bloque de tres magistrados que con sus resoluciones logran “mayoritear” a los otros dos integrantes de la Sala Superior: Janine Otálora y Reyes Rodríguez.

Una Sala Superior que, hoy por hoy, funciona con dos integrantes menos (en vez de cinco deberían de ser siete) gracias a que Morena en el Congreso se negó a nombrar en las sillas vacantes a sabiendas de que el proceso electoral del 2024 sería sumamente complejo.

Estas negociaciones, llevadas a cabo en las sombras y lejos del escrutinio público, ponen en evidencia una peligrosa tendencia de concentración del poder y el debilitamiento de las instituciones que deberían servir como contrapeso en un sistema democrático.

La posibilidad de que los magistrados afines al oficialismo sean recompensados con asientos en la nueva Corte, a cambio de decisiones que favorecen a los intereses del partido en el poder, no solo pone en duda la imparcialidad de la justicia electoral sino que además socava la confianza en el sistema judicial en su conjunto. ¿Sirve de algo que miles de trabajadores marchen cuando están lejos de los pactos que se hacen por encima de ellos?

La reforma judicial, está claro, lejos de fortalecer el Estado de Derecho, está orientada a consolidar un control político sobre el Poder Judicial, debilitando así uno de los pilares fundamentales de la democracia.

Miguel Ángel Romero Ramírez: Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia.
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SCJN, ¿cómplice pasivo de reforma judicial?

Por Miguel Ángel Romero Ramírez

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La actitud de la Suprema Corte, ante una reforma judicial tan destructiva, no sólo ha sido decepcionante, sino también alarmante.

El silencio ensordecedor le imprime un sello de complacencia al atropello del sistema judicial que podría tener consecuencias desastrosas para la democracia mexicana. Horas después de que la ministra presidenta, Norma Piña aplaudiera de pie la entrega de constancia de Claudia Sheinbaum como presidenta electa de México, cerca de 55 mil trabajadores del Poder Judicial organizaron un paro nacional… pero sin su respaldo… a su suerte.

La Corte no sólo ignora su deber de proteger a sus trabajadores sino parece haberse convertido en cómplice pasivo de su propia desmantelación. El aplauso de pie de Norma Piña a Claudia Sheinbaum sería irrelevante y podría ser considerado una mera cortesía política si meses atrás ella misma no hubiera protagonizado un momento clave en la ceremonia de celebración del 106 aniversario de la Constitución cuando no se levantó de su asiento y tampoco celebró la entrada al auditorio del presidente Andrés Manuel López Obrador. ¿Las cosas cambiaron? ¿Ahora sí se somete?

El cambio de señales constante en la Suprema Corte de Justicia en la Nación exhibe, además del poco oficio político y la candidez, el nulo compromiso con los intereses superiores de la Nación. Puede ser entendible que la ministra presidenta y su equipo encuentren en Claudia Sheinbaum un respiro después de los embates coléricos del saliente presidente Andrés Manuel López Obrador, pero en los hechos no cambia absolutamente nada.

La estrategia del oficialismo que busca cooptar el sistema judicial para evitar resistencias a la instalación de un régimen autoritario sigue en curso y con más bríos que antes.

¿De qué sirve que los empresarios, académicos, asociaciones y barras de abogados, e incluso la ONU se desgarren las vestiduras con sendos comunicados, posicionamientos y entrevistas en medios de comunicación cuando la titular del Máximo Tribunal simplemente no sale y tampoco dice nada… y cuando aparece lo hace para aplaudir al oficialismo? Sin un liderazgo fuerte ¿cuánto podrá resistir el paro nacional de trabajadores que no goza del respaldo institucional? ¿Hasta dónde podrán llegar divididos?

¿Será que influye la actualización del dictamen que discutirá el Congreso sobre dicha reforma? Ahí, entre otras cosas, el oficialismo abre la puerta para que los ministros de la SCJN que decidan no estorbar en la demolición del Poder Judicial puedan acceder a su pensión vitalicia (conocido como haber de retiro). Sí, la misma pensión de la cual gozan Arturo Zaldívar y Olga Sánchez Cordero, exministros de La Corte que hoy desde el partido en el poder acusan de “privilegios” a sus colegas… “privilegios” que siguen gozando y que a ambos les da aversión renunciar a dicha prestación. ¿Cuántos de los hoy 11 ministros van a preferir su pensión vitalicia?

Hace algunas semanas, en este mismo espacio, redacté una carta de renuncia ficticia de la ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la cual se mantiene vigente. La crítica es la misma. En ningún momento ha podido explicar por qué 36 millones de votos no significa ni tiene implícito que un gobierno legalmente constituido pueda alterar el estado constitucional. Nada ni nadie, en una democracia, puede alterar el equilibrio de poderes. Claro, a menos de que pasemos a ser un país con un régimen autoritario en el que a la ya de por sí mediocre clase política sea imposible exigirle cuentas.

Apuntes:

Ernesto Canales, destacado abogado egresado de la Escuela Libre de Derecho y primer fiscal anticorrupción en el país (Nuevo León) está por lanzar su nuevo libro: ¡Hay Justicia! Una crónica audaz sobre el rol que le ha tocado jugar dentro del sistema de justicia mexicano, particularmente en casos mediáticos.

Si no fuera real sería una entretenida novela sobre corrupción, socialités, políticos corruptos y connotados empresarios dispuestos a todo para ganar un juicio. Un estimulante texto que edita Planeta y que pronto estará en todas las librerías del país y mismo que su autor promocionará en ferias de libro y, sobre todo, en espacios académicos.

Miguel ángel Romero Ramírez: Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia.
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