No estés fregando. Nomás a eso vienes. Deberías quedarte en casa de tu madre, ella sí sabe cómo atenderte —dijo la mujer y dio un portazo al salir de la vivienda que ambos ocupaban desde hacía más de ocho años.
Él se arrellanó en el sillón mugriento que los había acompañado a lo largo de su vida matrimonial. Despatarrado, sostenía un vaso con agua que, por sucio, parecía esmerilado.
Se levantó para dirigirse a la recámara y calzarse unos huaraches desvencijados de cuero. Pasó frente a la luna del ropero y se notó con más canas y arrugas que de costumbre. Entonces fue al baño, puso un poco de agua en una jícara de plástico y frotó la pastilla de jabón entre sus manos para hacer un poco de espuma que luego untó sobre su rostro para rasurar la barba rala que le crecía dispareja.
Terminó de afeitarse y, a manera de loción astringente, tomó un poco de alcohol con el cuenco de la mano izquierda. Con ambas manos embadurnadas, primero acarició sus mejillas, luego sus orejas y, finalmente, su nuca; intentaba relajarse un poco. Últimamente la chamba no había estado muy buena. Diciembre era el mejor tiempo para robar. La época de los aguinaldos y los regalos era un obsequio del supremo, para él y para los suyos. Desde niño aprendió el oficio de su padre, y su padre del propio. No somos buenos para otra cosa. Nosotros nacimos para agarrar al bueno, nada más —se convencía a sí mismo y a los otros de las bondades y noblezas de hacerle a la uña.
Expertos en el dos de bastos, la familia emprendía engañifas a los ambiciosos que se creían afortunados por haber encontrado en la calle la cartera repleta de billetes o la caja envuelta con el papel membretado de una marca conocida. También le entraron un tiempo al juego de la bolita, hasta que llegaron otros más abusados que impusieron su ley y los desplazaron de los mercados donde “trabajaban”.
La escuela nunca fue lo suyo. De hecho, a los quince años embarazó a una compañera de grupo y el escándalo le valió ser expulsado cuando cursaba el segundo grado. El padre de la joven se rehusó a recibir a la comitiva del muchacho, que con sus mejores atuendos se dispuso a solicitar formalmente la mano —que, dicho sea de paso, ya había sido dada con todo y cuerpo— de la chica, para enmendar la afrenta y garantizar que el mozo se hiciera cargo “como hombrecito” de sus actos.
—Váyanse a la tiznada, jijos de tal por cual —fue la respuesta del padre ante los toquidos insistentes de la pandilla protocolaria que pretendía ingresar no sólo a su casa, sino a su familia: Ni Dios lo quiera, sería el infierno emparentar con esas alimañas. Nosotros nos haremos cargo de la criatura, que al cabo ninguna culpa tiene, pero cargar también con ese mozalbete sin educación, rata coluda, ni de chiste —sentenció el hombre y, al paso de los meses, se convirtió en feliz abuelo y decidió trasladar a su familia a un estado del norte del país, cuando la fiebre del amor le hubo pasado a su hija única.
Aquel episodio de notorio desprecio marcó para siempre al hombre que hoy se miraba en el espejo y acariciaba su rostro rasguñado por un rastrillo sin filo de navajas oxidadas en los extremos. Años más tarde emparentó, utilizando el mismo método, con el dueño de la tlapalería de la colonia: embarazó a la hija mayor y, ya con cierta maña, esperó a que la exigencia del casorio viniera de la parte agraviada. Las nupcias se celebraron en el terreno donde el tlapalero almacenaba la arena, la grava y el tezontle. Hasta ahí acudió el juez del registro civil que exigió le fuese pagado el taxi de ida y regreso, sus correspondientes servicios, y la tarifa establecida por el propio juzgado.
Aquel día, las lonas que cubrieron los materiales de construcción no fueron suficientes para contener el terregal que voló hasta las cazuelas de mole y arroz. Muchos invitados se quejaron de piedrecillas en los alimentos; más de uno quiso demandar por daños y perjuicios a sus piezas dentales, pero se conformaron con esparcir infundios y una crónica satírica del festejo.
La crisis que sumió al país en una miseria mayor fue la ocasión para que su suegro, dueño de la casa de materiales para construcción, otrora exitosa, quebrara; esto obligó a la familia de su mujer a recoger sus pasos hasta su estado originario: Michoacán. Allá se establecieron y probaron suerte como productores de aguacate y limón.
Pero su esposa decidió quedarse y renegar de su familia hasta perder todo contacto. Él no se lo recriminó al principio. Años más tarde, cuando ambos cobraron conciencia, se dieron cuenta de su error, pues la familia logró ponerse en pie de nueva cuenta y ahora gozaban de amplia solvencia económica. Eres una idiota, deberías buscar a tu padre y exigirle que te adelante tu herencia. Tienes tanto derecho como tus hermanos —decía él enfático.
—Qué cómodo me saliste, hijo de la tiznada. Siempre vas a ser una triste rata. Ya no te acuerdas cuando fingías estar enfermo para no presentarte a trabajar en la casa de materiales de mi padre. Cuando cínicamente ibas los sábados a cobrar tu semana y le decías a mi viejo que necesitábamos el dinero para comer. Vaya cachetón, te aprovechabas de nosotros, que somos tu familia, tu responsabilidad, para chantajearlo: ¿No querrá usted dejar sin alimento a los suyos?, le decías y estirabas la mano para recibir completa la semana que nunca desquitaste. —Esta era la discusión frecuente en aquella casa. La mujer prefería salir al mercado y, como La Patita de la canción, quejarse de lo caro que estaba todo.
Por eso, un día, cuando ciertos rumores llegaron a los oídos de él: Su mujer le pone los cuernos. Le pone Jorge al chamaco con varios carniceros de los obradores. Ya todos la conocen como El Saludo, porque no se le niega a nadie, primero se indignó y esperó a que ella regresara para ajustarle cuentas:
—Piruja jija. Te voy a matar por cusca —. Con la cólera dibujada en el rostro y las pulsaciones a mil, tomó la charrasca con la que salía a rasgar las bolsas de mano en el metro.
—Mira nada más: ahora el señor dignidad dice que abrió los ojos; pues tardaste más que los perros en abrirlos. Tienes años comiéndote lo que consigo con el sudor de mi cuerpo. ¿A poco crees que el dinero que traes a la casa nos alcanza? ¿Te has preguntado seriamente si tus mugres raterías son suficientes para carne, huevos, leche, verduras, luz, renta, medicinas? No tienes vergüenza. Para fortuna tuya te casaste con una mujer que sabe mover el abanico y mira —golpeó su nalga derecha con la palma abierta de la mano— agradecido deberías de estar con estas porque nos dan de tragar.
En un instante, toda la rabia del agravio se convirtió en silencio digno. Él sólo atinó a callarse y se refugió en el sillón amarillo floreado que ya mostraba las huellas de sus nalgas rebosantes de más de treinta años. Ella se dirigió a la cocina y puso en agua los trozos de aguayón y las verduras para cocinar un puchero de res.
A partir de entonces, la mujer no tuvo que dar más explicaciones, ni él se atrevió a exigirlas. Se transformaron en dos seres que entendieron su condición de sociedad: ninguno se atrevería a dejar al otro. Un sentimiento extraño de pertenencia, de complicidad, de conveniencia, los unió con un pegamento más sólido que el amor fingido que, uno por el otro, dijeron sentir algún día.
Por las noches, en una cama matrimonial se abandonaban al aparente sueño. Cada uno, en su rincón del lecho, repasaba el día con la memoria y descubrían que todos los días habían sido siempre iguales. Ella ocupaba su espacio y colocaba sobre la almohada sus manos juntas debajo de la barbilla; no le costaba esfuerzo conciliar el sueño. Él permanecía con los ojos abiertos soñando con las huertas de aguacate y limón que ella se negaba a reclamar a su familia. No dejaba de repetirse que era una tontería desaprovechar aquella oportunidad de rehacer los lazos familiares. Intuía que la dignidad era un término muy flexible cuando se trata de vivir cómodamente.
Entonces sucedió: un derrame cerebral lo postró en su amado sillón amarillo y floreado. Le privó del habla y del movimiento del lado derecho. Ella siguió frecuentando el mercado donde surtía su despensa. Él ya no robaba a nadie. Nadie, ni sus propios familiares, contados con los dedos de una mano, iban a visitarlo, a sabiendas de su condición de salud. Nadie podía, ni quería, siquiera imaginar los pensamientos que inundaban la mente del hombre. Él sólo la miraba fijamente con los ojos abiertos como platos, muertos como los de una serpiente. Ella iba y venía a donde le diera la gana, y terminó aceptando las visitas de sus proveedores en la propia casa. Cada encuentro con sus amantes era una forma de vengarse de aquel bulto que le había robado todo. Por eso se aseguraba de colocar estratégicamente el sillón donde reposaba “el enfermo” —así le llamaba— para que no perdiera detalle alguno de sus escarceos.
Cuando todo terminaba, aquellos hombres se despedían amistosamente del hombre que no podía contestarles y —a petición de la mujer— depositaban un billete de baja denominación en el bolsillo de la camisa del enfermo, a manera de propina. Salvo por ese momento, la mujer no le dirigía ni la mirada durante el día, aunque no dejaba de cumplir con sus cristianas obligaciones de esposa: le daba de comer, lo aseaba con una manguera cuando era insoportable el hedor de las necesidades fisiológicas que el enfermo cumplía sentado sobre el sillón, y por las noches lo acostaba en el piso sobre un trozo de alfombra despeluzado, mientras ella se acurrucaba sobre la cama, mansamente, con las manos en la barbilla hasta conciliar el sueño, como un santo que tiene la conciencia limpia. S
Sólo un gato viejo hacía compañía al enfermo que reposaba en el suelo en posición fetal, el animal aprovechaba para untársele en el vientre. Así pasaron más de cinco años, hasta que una noche el enfermo gruñó como un animal al que le falta el aire. Durante varias horas, el gato fue el único ser que contempló calladamente aquella agonía. A la mañana siguiente, la mujer despertó, estiró los brazos como un cristo perezoso y miró al hombre que yacía quieto en el piso. Esquivó aquel cuerpo inerte para calzar su par de chanclas viejas e imaginó una taza de café caliente. No robarás, dijo para sí y miró de reojo el cuerpo sobre la alfombra. Luego puso medio pocillo de agua a hervir sobre la estufa.
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