Julio Scherer calcula muy bien sus dardos con veneno, recordemos que su renuncia al cargo de Consejero Jurídico de la Presidencia lo dio a conocer en la víspera del informe de Gobierno del presidente en 2021 y sacudió el ambiente festivo que se esperaba.
A esa información, la acompañó el “oso” del vocero Jesús Ramírez Cuevas al declarar que a la versión de la renuncia la Consejería Jurídica de la Presidencia era un rumor atribuible a la prensa. El informador, desinformado.
Y a unas horas en que AMLO se preparaba para inaugurar el Aeropuerto Internacional Felipe Ángeles, es decir, para hoy, desde la revista Proceso, Scherer dio a conocer el pasado, un escrito punzante de agua helada:
Acusa una confabulación entre Olga Sánchez Cordero y Alejandro Gertz Manero para perseguirlo en modus operandi “extorsivo” semejante en los casos Juan Collado, Cruz Azul, Viaducto Bicentenario, Gómez Mont y Álvarez Puga. Otra flor con espinas a las alforjas del fiscal. Julio, también tiene su modus operandi.
“Es hora de hablar”, dice Julio en la portada de la revista que fundó su padre. “Coincido. Dejemos que los órganos de impartición y procuración de justicia hablen”, aseguró. En el escrito, Scherer Ibarra recuerda que desde el inicio del gobierno de Andrés Manuel López Obrador se dieron diferencias con la titular de Gobernación. Con ello confirmó lo que trascendió en aquellos soplos y que se mantuvo secrecía por ser revelador de las estrías en el seno del equipo presidencial de primera línea.
El presidente instruyó a su “apagafuegos”, Adán Augusto López, titular de Gobernación para reunir a Gertz y Scherer que estaban candentes, pero fracasó, pues la reunión terminó a gritos entre ambo.
El cuete reventó desde el sábado en Proceso que prendió la mecha y hoy empaña el “bombo y platillo” preparado para una fiesta al mandatario en la que pondrá en marcha una de las obras faraónicas que intentan lucirlo ante el respetable.
Todo lo anterior explica que en el seno de la 4T hay un desorden descomunal, las reyertas internas los llevan a una lucha intestina del poder por el poder y sin árbitro que no controla ni a los suyos. Un fracaso pues.
Mientras el presidente se entretiene en pleitos por todos lados con la prensa nacional e internacional, el INE y el Parlamento Europeo, España, Panamá y todo cuando se atraviese. Sus “Floreros” públicos; pero hienas en la oscuridad se deshacen por la ambición de poder y control gubernamental.
La percepción generalizada en los razonamientos es que el barco de la 4T hace agua y está entre remolinos internos que podrían zozobrar y abandonar en quimeras las intenciones de un cambio revestido en contradicciones en el actuar.
Un gobierno que se fundamenta en el sometimiento, en lugar del consenso, erosiona su propia legitimidad. El uso de la fuerza para imponer decisiones y el desprecio por los contrapesos institucionales no es democracia. La estabilidad basada en el control autoritario es una ilusión destinada a desmoronarse. En lugar de asegurar un orden sólido, lo que se construye es una estructura frágil, cimentada en el miedo y la incertidumbre.
El caso de la presidenta Sheinbaum, desobedeciendo las resoluciones del Poder Judicial, ejemplifica cómo el afán de imponer autoridad se distorsiona y termina en autoritarismo cuando un gobernante busca instalarse por encima de la ley. Su victoria en las urnas no la habilitó para romper el equilibrio entre poderes. Al contrario, el mandato electoral -si es que en realidad nos asumimos en una democracia- es reforzar el respeto a las instituciones, pues eso da pauta a la estabilidad y verdadera legitimidad.
La legitimidad, en una democracia sana, no proviene exclusivamente de los votos, sino del respeto a la pluralidad y del equilibrio de poderes. Gobernar sin reconocer la existencia de otras voces y sin someterse al sistema de contrapesos es traicionar los principios y reglas del juego del propio sistema que usó para abrirse camino y llegar al poder. Un gobierno fuerte no es el que controla sin oposición, sino el que acepta la fiscalización y responde a los cuestionamientos.
Es aquí donde se revela la fragilidad de la llamada Cuarta Transformación, que rechaza los límites y rompe el orden constitucional para imponerse. En ese afán, la propaganda gubernamental, adoptada por nuevos intelectuales orgánicos, intentan instalar en el imaginario colectivo la idea de que el equilibrio de poderes es un obstáculo, cuando en realidad es un requisito fundamental de un sistema democrático. A menos de que estén listos para nombrar al régimen de otra forma.
La independencia del Poder Judicial no es solo un freno natural para los gobernantes, sino una garantía para todos los ciudadanos. Romper este equilibrio, como lo sugiere el comportamiento de la nueva presidenta, equivale a abandonar las reglas del juego democrático y encaminarse hacia un régimen donde las decisiones unilaterales reemplazan al diálogo y el respeto por las instituciones.
Uno de los mayores peligros de este enfoque autoritario es que, al concentrar el poder en una sola figura o grupo, se elude la rendición de cuentas. No es que el poder judicial sea intocable o que no exista la necesidad de una reforma que se adapte y mejore la impartición de justicia, sino que en este caso, todos los actores que participan tienen claro que ese no es el objetivo primario. Cooptar y eliminar un contrapeso es la meta actual.
Mientras la conversación pública se convierte en un precario espectáculo mediático, los verdaderos problemas pasan desapercibidos. El show en el que el Poder Judicial es llevado al patíbulo ha alcanzado un rating inmejorable entre las masas, quienes -como en un reality show- son partícipes de los métodos, amenazas y consignas que enfrentan esos “otros” mexicanos que por pertenecer a un contrapeso institucional natural han perdido cualquier derecho: observar la tómbola que determina el fin de la carrera judicial como fin recreativo.
La impartición de justicia en su más amplio sentido, podría mejorar si la presidenta Sheinbaum modifica la hoja de ruta que se le impuso. Si la mayoría del territorio dejara de estar bajo control del crimen organizado; si el Ejército dejara de tener participación en tareas de seguridad pública en las que -por error o por consigna- asesina; si los megaproyectos de infraestructura fueran más transparentes respecto al uso de miles de millones de recursos públicos; si los señalamientos de corrupción a los hijos del expresidente AMLO y sus amigos fueran aclarados por una investigación seria; y si las personas enfermas tuvieran atención digna y abasto de medicamentos; la justicia mejoraría significativamente.
La coerción, el desprecio por la pluralidad y la ausencia de rendición de cuentas son señales claras de un gobierno que está perdiendo su legitimidad. Un poder basado en la fuerza, sin respeto por las instituciones democráticas ni la responsabilidad ante la ciudadanía, es un poder frágil.
La legitimidad proviene de la aceptación de límites, de la construcción de consensos, el fortalecimiento de las instituciones y sobre todo, la rendición de cuentas, que permiten a la democracia sobrevivir a largo plazo. Sin estos principios, el gobierno se convierte en víctima de su propia inestabilidad, atrapado en una espiral de imposición y desconfianza.
Miguel Ángel Romero: Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia. X: @MRomero_z
En los últimos meses, he sentido la necesidad de comprender mejor el concepto de sionismo, un tema que ha ganado relevancia en los debates políticos y sociales globales, especialmente en el contexto del conflicto entre Israel y Palestina.
Con este artículo, no sólo busco despejar el origen y la evolución de este movimiento, sino también entender cómo se ha transformado en un punto central de controversia y teorías de conspiración. Además, retomo el incómodo silencio de muchas figuras públicas, artistas e influencers en torno al tema.
El sionismo surgió en el siglo XIX como respuesta a la persecución y violencia que enfrentaban los judíos en Europa, particularmente en el Este, donde los pogromos eran comunes. Fue en este contexto que Theodor Herzl organizó el Primer Congreso Sionista en 1897, cuyo objetivo era establecer un hogar nacional judío en Palestina.
Este movimiento, en sus inicios, no fue respaldado por todos los judíos; algunos, especialmente los liberales y ortodoxos, lo consideraban una amenaza a la integración o una violación de las creencias religiosas que indicaban que el regreso a la Tierra Prometida debía ser un acto divino
Según la información, a medida que el sionismo ganó fuerza, especialmente después de la Declaración Balfour de 1917 y las sucesivas olas de inmigración judía a Palestina, comenzó a consolidarse como un movimiento con implicaciones políticas y sociales globales.
La creación del Estado de Israel en 1948 marcó un hito importante, pero también el inicio de una serie de conflictos con los palestinos que continúan hasta el día de hoy.
La perspectiva religiosa y el apoyo occidental
El sionismo, originalmente visto con escepticismo por los sectores religiosos, ha encontrado su lugar en una corriente llamada sionismo religioso, que ve la creación de Israel como parte de un plan divino. Esta versión del sionismo ha sido respaldada no sólo por sectores religiosos judíos, sino también por grupos cristianos evangélicos, especialmente en Estados Unidos, quienes interpretan la existencia de Israel como el cumplimiento de una profecía bíblica. Este apoyo ha tenido un impacto considerable en la política exterior de Estados Unidos hacia Israel.
Al mismo tiempo, los grupos de influencia como AIPAC (American Israel Public Affairs Committee) han desempeñado un papel fundamental en moldear la percepción pública y las políticas hacia Israel en Occidente. Sin embargo, en medio del actual conflicto con Palestina, es difícil ignorar las crecientes críticas hacia la aparente inmunidad de Israel ante la condena internacional por las acciones militares en Gaza y Cisjordania
El silencio incómodo…
Un tema que me ha llamado mucho la atención es el silencio de muchas figuras públicas respecto al conflicto. Desde artistas hasta influencers, pocos se atreven a criticar abiertamente las políticas israelíes.
Según diversos informes, esto se debe en gran medida al temor a represalias en la industria del entretenimiento. Ejemplos como el despido de Maha Dakhil, quien criticó a Israel en redes sociales, o la cancelación de eventos de autores que hablaron a favor de Palestina, ilustran cómo la libertad de expresión está siendo reprimida en muchos espacios públicos
Este silencio no sólo afecta a las personas públicas, sino que también es parte de un debate más amplio sobre las teorías de conspiración que rodean al sionismo. Uno de los mitos más extendidos es el de la “Zionist Occupied Government” (ZOG), que alega, sin fundamentos, que los gobiernos occidentales están controlados por intereses sionistas.
Dicha teoría, asociada a grupos neonazis, ha sido ampliamente desacreditada, pero sigue siendo utilizada para justificar el antisemitismo en muchas partes del mundo
¿Se puede dialogar?
Al final del día, la situación me lleva a reflexionar sobre la importancia de poder hablar abiertamente sobre estos temas sin miedo a represalias. Aunque es vital distinguir entre la crítica legítima a las políticas de un Estado y el antisemitismo, actualmente parece que este debate está siendo sofocado.
La crítica a las acciones militares de Israel contra los palestinos, que ha provocado la muerte de miles de civiles, se enfrenta a una censura velada en muchas plataformas y sectores.
El sionismo es un tema complejo, lleno de matices históricos, religiosos y políticos que siguen siendo relevantes. Desde su origen, como un movimiento para proteger al pueblo judío, hasta su papel central en el conflicto israelo-palestino, es imposible entender el presente sin considerar las múltiples capas de este movimiento.
Puede parecer utópico, pero a medida que el conflicto continúa, es urgente fomentar un diálogo honesto y abierto que permita abordar las verdaderas causas de la violencia sin caer en teorías conspirativas o en la censura de voces críticas. Estamos en el momento de cuestionar, investigar y, sobre todo, hablar, porque el silencio también es una forma de participación y complicidad. Pienso.
Mientras el oficialismo consolida su control con una reforma judicial devastadora, Claudia Sheinbaum será una de las principales perjudicadas por las secuelas que esta medida tóxica traerá consigo.
A escasas dos semanas de asumir el poder, el destino de su sexenio parece condenado a seguir el rígido molde autoritario que le diseñó e instaló su predecesor, Andrés Manuel López Obrador. Esta reforma judicial, más que una simple reestructuración del sistema de justicia, es un golpe directo al equilibrio de poderes, cuyo significado implícito es un grave retroceso para la democracia mexicana.
La ruta que se impone a partir de esta medida no es de estabilidad ni de moderación, sino de radicalización, diferenciando claramente entre el “movimiento” y su “liderazgo”, en donde Sheinbaum, como figura política, se vuelve sacrificable en nombre de la continuidad del proyecto. Rápidamente se hace evidente que ella no domina la Cuarta Transformación, sino que esa figura, generada simbólicamente por AMLO, la mantiene secuestrada.
La elección de jueces por tómbola no sólo es un atentado contra la imparcialidad judicial, sino una estrategia para concentrar más poder en manos del oficialismo, lo cual no implica necesariamente que dicho poder esté en las manos de la nueva presidenta. Bajo este nuevo esquema, la justicia deja de ser un contrapeso y se convierte en una herramienta de obediencia política. Una simple extensión de la maquinaria. Sin embargo, esta acumulación de poder, paradójicamente, no refuerza a Sheinbaum, sino que la debilita.
Si Sheinbaum continúa abrazando esta dañina reforma, también estará colocándose en la ruta para configurarse como un personaje desechable. El tablero que López Obrador diseñó no tiene como uno de sus objetivos sostenerla a largo plazo, sino perpetuar la estructura de poder. En este sentido, quien hoy ocupa la presidencia parece tan reemplazable como cualquier otro actor político que no se alinee perfectamente con los intereses del sistema implantado.
Esta concentración de poder por parte del oficialismo empuja a Sheinbaum hacia una inevitable radicalización. Sin la legitimidad que podría proporcionarle imprimir su propio sello, la administración que recién comienza dependerá de métodos cada vez más coercitivos para mantener el control. Cada vez que un juez esté alineado con los preceptos y deseos del Poder Ejecutivo en lugar de la ley -beneficiando a los círculos cercanos al poder-, se erosionará la confianza de los ciudadanos, no solo en las instituciones, sino también en Sheinbaum.
Quedan pendientes por resolver los señalamientos contra los hijos del expresidente y sus amigos por corrupción, así como un sinfín de casos relacionados principalmente con los megaproyectos como la refinería de Dos Bocas, el aeropuerto Felipe Ángeles y el desarrollo del corredor transístmico que busca conectar el Océano. Pacífico con el Golfo de México. A esto se suman los nuevos delitos cometidos por la renovada Guardia Nacional, ahora bajo el mando del Ejército, que en tan solo dos semanas se estrenó con una masacre de migrantes y violaciones a los derechos humanos en distintos puntos del país.
La imagen de un gobierno que respeta la legalidad queda comprometida, mientras que la distancia entre Sheinbaum y sectores de la sociedad, con expectativas totalmente diferentes a lo que está ocurriendo, se agranda. Es falso que el mandato de los 36 millones de votos obtenidos fuera para destruir el equilibrio entre poderes. Con el tiempo, la acumulación de errores y el desgaste que acompaña a la radicalización provocarán que Sheinbaum se convierta en una figura política cada vez más frágil.
El laberinto en el que la presidenta navega sin brújula, siguiendo un guion que no escribió, traerá consigo una pérdida de legitimidad tanto al interior de su gobierno como en el exterior. Mal arranca la nueva presidenta de México, quien rápidamente se encuentra en franca desventaja frente al aparato oficialista que, en el mejor de los casos, buscará someterla y aplastarla, mientras que, en el peor, la culpará del fracaso casi inminente ante una herencia tan devastadora como la dejada por López Obrador.