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Sólo la muerte

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Recargados en la valla de metal contemplábamos el paso de las muchachas bellas y no tan bellas. Ellas, al igual que los varones no escapábamos a la insana costumbre de recibir un sobrenombre. Había especialistas en el fino arte de encontrar características físicas o de carácter, esos rasgos nos definían, y determinaban, por lo menos durante tres años de educación secundaria, la forma en que los compañeros iban a comunicarse con nosotros y nosotros con ellos.

Aunque no todos tenían sobrenombre, había también quienes se oponían a recibir un apelativo que no fuera, por lo menos, su apellido paterno. En el primero B destacaban, entre las mujeres: Mosca, Topoyiya y Wolf. Entre los varones estaban Come salchichas, Sapo, Abre cocos, León negro, Mafafo y Flaco.

Este último había recibido su mote debido a su constitución física: era menudo, delgado, de ojos saltones y redondos, y piel tostada, casi verdosa: como las lagartijas, justamente. Mafafo era reservado, podría decirse que era un estudiante promedio, nada extraordinario. Primo hermano de Flaco, galán del plantel, pretendido por féminas hasta cuyos oídos habían llegado las virtudes del doncel, notables a simple vista: abultada entrepierna, capaz de promover los mejores escarceos al amparo de las bardas altas, detrás de los talleres de cocina y belleza.

En resumen, Mafafo y Flaco sólo compartían apellido, de ninguna forma su constitución física estaba emparentada.

Como en toda buena clase que se jacte de un mínimo prestigio, estaba Maya, otro galán de la clase, pedante y agresivo. El patán, provocador de conflictos y cobarde, cual víctima de espectro ultraterreno a la hora de los golpes. Maya era su apellido paterno, por lo tanto, pertenecía al selecto, reducido grupo que no contaba con una credencial de afiliación a la penitenciaría en la que estaríamos recluidos durante tres años.

Maya, contrario a Mafafo, había rebasado la línea que divide al estudiante promedio del mediocre. Era, en términos prácticos, el personaje que se colaba en el costal de la concesión de los profesores, aquella que busca cumplir con una cuota establecida de alumnos que deben aprobar, y, al mismo tiempo, impulsa la mediocridad de quienes no debieron. Maya poseía ciertas galanterías y habilidades rastreras que le permitían aprobar con la mínima calificación y el mínimo esfuerzo. Qué importaban los seis y los siete en la boleta, si podía navegar suave, libre y pretensioso en un mundo sin exigencias.

Durante tres años, cada personalidad fue tomando su propio derrotero. Aprendimos a conocernos y a evitarnos. A pensar que nos enamorábamos y, de inmediato, a desenamorarnos. Era tanta la variedad, la oferta y la demanda que las hormonas brincoteaban jubilosas dentro de nuestros cuerpos en constante transformación. Aprendimos a mirarnos con otros ojos, a desear, a sufrir. Por primera vez experimentamos la frustración y el desamor. El odio y el arrepentimiento. Los sentidos alterados que nuestros tutores enfriaban con cubos de realidad congelante.

Fue en el tercer año escolar que esa realidad empezó a alcanzarnos. Debíamos decidir hacia dónde continuaríamos. Éramos hijos de una generación que no tuvo la oportunidad de recibir una educación media superior. De hecho, buen número de quienes integrábamos el tercero B y del resto de los grupos, no pudieron continuar preparándose, muchos se emplearon en el negocio u oficio familiar: carpinteros, costureros, albañiles, empleados de limpieza en oficinas de gobierno, tenderos, herreros, plomeros, cocineros…

Cuando faltaban menos de tres meses para que concluyéramos el tercer grado, y con ello nuestra educación secundaria, nuestras hormonas comenzaron a estallar como una fábrica de pirotecnia descontrolada. Las faldas de las compañeras se acortaron —lo que recibimos con gran beneplácito—, mostrando diferentes tipos de piernas, las había delgadas, bien torneadas, de rodillas percudidas; las había de una perfecta composición entre muslos, rodillas y pantorrillas; también había finas y estilizadas como de bailarina clásica, anchas y macizas como piernas ahumadas de jamón serrano. Descubrimos tonos de piel que por casi tres años estuvieron vedados a las miradas curiosas.

—¿Dónde tuviste escondido ese color tan bonito que te sube de las rodillas con rumbo hacia el ombliguito? —era el piropo que todos parecíamos compartir, pero sólo nos atrevíamos a pensar. En este rubro, las mujeres empezaron su despertar con antelación mayor a los varones. No sólo se trataba de reducir la falda hasta su mínima y permitida, socialmente, expresión, sino que las jóvenes mujeres habían ido más allá en su arreglo personal, eran conscientes de sus dotes seductoras, y se daban el lujo de optar entre una gran variedad de simios rabiosos que transpirábamos testosterona. Habían descubierto que el control social puede empezar por el control sexual, que jalan más dos… en fin, que ellas ordenaban el mundo, que bastaba guiñar un ojo, menear una pestaña, hacerse las desentendidas, para que los Ilusos Paris cayeran, una y otra vez, y por toda la eternidad, en la tentación de raptar Helenas de Esparta para desencadenar verdaderos conflictos.

Y aunque usted que está leyendo esta historia, pudo haber pensado que la narrativa empezaba a tomar rumbo hacia la tragedia griega que cito, le ruego dispense mis desvaríos. Mi intención primera fue ofrecer a usted un panorama breve pero sustantivo del entorno. Pero mis ingenios fueron presa de recuerdos, arrebatos y comezones que el cuerpo, al fin cuerpo, siempre recordará, pese a las condiciones en que la zalea se encuentre.

Dicho lo anterior, procedo a retomar el cauce: una tarde en que me empeñaba en acomodar las rubias superiores en el refrigerador, se presentó, del otro lado del mostrador donde me desempeñaba como dependiente en el negocio de mi abuela, un tipo alto de figura espigada y voz de barítono que, a pesar de los años transcurridos, identifiqué prontamente como la voz de mi compañero de escuela secundaria: Mafafo.

Cosa no fácil de explicar, en tanto, procesos diversos pretendieron acomodo en mi cabeza. Era más fácil pensar en la distribución de latas y cajas sobre los anaqueles, hacer las cuentas por tal o cual pedido o disponer el efectivo para liquidar saldos de proveedores refresqueros, fritureros o cerveceros.  El asunto es que sentí contento por encontrarme con mi compañero de grupo, ahora digno elemento de las fuerzas armadas e ingeniero en ciernes. No obstante, sólo el pantalón delataba el pulcro uniforme con el que pudiese identificársele como marino, excepto por el comentario salido de boca suya:

—Me da mucho gusto verte. Tengo este fin de semana franco y quise volver al barrio un rato. Vine a ver unos amigos que son tus vecinos. Quién diría que te iba a encontrar, que tendría la oportunidad de saludarte. ¿cómo te ha ido? ¿Seguiste estudiando? —preguntó con mirada de interés, no sin antes soltar un disimulado exabrupto, consecuencia de una posible ingestión de bebidas etílicas, adivinable por la simple expresión gustosa del borracho que transita por el estado eufórico.

Procedí a responder sus cuestionamientos. Una especie de orgullo recorrió mi lengua que se espabiló y cual alfombra nueva se desenrolló en historias varias, empezando por aquella en la que mencioné mis estudios casi concluidos de periodismo en la UNAM. También le comenté sobre la prosperidad alcanzada con la tienda de abarrotes de mi abuela, y no pasé por alto mi beneplácito de compartirle, como un viejo amigo que trae gratos recuerdos, un par de bebidas (yo refresco, él cerveza) cortesía de la casa.

Así transcurrieron los minutos de plática en torno de un mostrador de tienda de abarrotes, donde, cual dos alegres bohemios que desentierran recuerdos y anécdotas aparentemente olvidadas, él y yo, dos jóvenes-viejos conocidos se reencontraban. Ese día comprobé que nuestra historia, en particular, la historia de nuestra adolescencia revive la cadavérica memoria, rescatándonos de nuestra vejez prematura forzada por olvidos, aquella que se acostumbra a contabilizar sólo desdichas.

—Quiero matar al Maya —me dijo aquel hombre que se decía mi amigo. En un micro instante recordé la mirada de Maya, aquel tipo pedante, agresivo y cobarde con quien tuve algún desaguisado que derivaron en una efímera, pero no menos estruendosa, bronca donde ambos salimos lastimados en el rostro, pero que sirvió para marcar distancias y respetos.

—¿Por qué lo quieres mandar al mundo de las calacas pelonas? —pregunté, no sin mostrarle mi asombro, considerando que un tipo con una carrera prometedora en las fuerzas armadas, según mis criterios, no debería andar por ahí pretendiéndose un Lee Van Cleef de barrio. Di un sorbo a mi refresco y me sentí atragantado por unos segundos. Luego intenté sostener mi mirada en la suya, a fin de escudriñar profundamente las verdaderas intenciones de este moderno Hermann Göring. Pero no quise adelantar juicios y me dispuse a escuchar sus argumentos:

—Faltaban unos meses para que termináramos la secundaria. Había empezado ya mis trámites para ingresar a las fuerzas armadas. Pensé que por mi estatura no me iban a admitir. Recordarás que yo era un tipo bajo, más bien chaparro. De hecho, me decían Mafafo como la lagartija fotógrafa del programa de televisión Odisea burbujas, no sé si lo recuerdes —fingí demencia juvenil y dije que no recordaba su sobrenombre. ¿Quién en su sano juicio se pone a las trompadas con un militar zafado que habla de matar a alguien? ¿Quién me garantizaba que, de haber recordado su apelativo estudiantil, no me hubiese condenado a ser el nuevo blanco de su mira asesina?

Maya nos tenía hartos a muchos —coincidimos—. Decidimos llevar un arma a la escuela. La pistola era de mi tío, el papá de Flaco. León negro llevó las balas, cuatro. Antes del descanso fuimos al baño; ahí, en un cubículo, Abre cocos cargó el arma con las balas. León negro la guardó en una mochila y regresó al salón para entregarla a Flaco. Entonces, cuando el arma estaba lista y contábamos con un plan improvisado, nos dimos cuenta de que nadie tendríamos el valor de acabar con Maya, de dispararle con el arma. Ahí estaba, en medio de nosotros, una pistola cargada dentro de una mochila escolar. La matona parecía mirarnos a través del cierre entreabierto. Parecía decirnos “bola de cobardes”, “pocas bolas”. Éramos cuatro muchachos intentando acabar con las vejaciones matando a nuestro verdugo. —Guardé silencio por un momento, no se antojaba otro trago de bebida. Mafafo estaba diciendo otras cosas con otras palabras, no eran cosas de borrachos. Estaba hablando desde la rabia, desde el dolor que no se olvida, desde el infierno permanente del rencor. Sólo era asunto de escucharlo, de guardar silencio, de leer el cuaderno boca abajo o de espaldas, hasta que su alma se vaciara. Él retomó su historia:

—Maya tenía rabia porque Flaco tenía suerte con las chavas. Mi primo Flaco era enamorado, le gustaba cachondear con sus ninfas detrás del taller de cocina. Que yo sepa, ninguna de las chicas se sintió agredida, por el contrario, la fama de Flaco rebasó fronteras y de los otros grupos le llegó clientela. Un día que Flaco entró al baño, ahí estaban Maya y sus cuates: Marrana y Loco. Cada uno en lo suyo en los mingitorios. Entonces Maya intentó provocar a Flaco diciéndole que, si a poco era cierto que calzaba grande, que puros cuentos, que nomás era un diez de canela. Mi primo no le hizo caso: se subió el cierre del pantalón y fue hasta el lavamanos. Maya siguió su intento de provocarlo. Total, que Flaco le dijo algo así como que “tu mamá está contenta con mis servicios y si ella es feliz, yo también”. Esto enfureció a Maya, quien pidió a sus compinches que cerraran la puerta y sujetaran a Flaco.  —Mi amigo hizo una pausa. Tragó una gran bocanada de aire y continuó:

— Maya violó a Flaco con la ayuda de sus cuates. Cuando acabó le dijo: “A ver si eres capaz de decirle a todas tus novias que ya perdiste la virginidad”. Maldito cobarde degenerado. Dos años después, Flaco se suicidó. Nunca le dijo a nadie. No siguió estudiando, no pudo continuar. Los chochos antidepresivos le alivianaban, pero no pudo superarlo. Antes de quitarse la vida me pidió que mandara a Maya al infierno. Yo se lo prometí. Tú me vas a decir, hermano, dónde vive Maya, el mayatón. Lo voy a matar y nadie tiene el poder de impedírmelo. Te lo juro, así como se lo juré a Flaco.

Quedé en silencio. Eran demasiados sentimientos en una sola historia. Escuchar la voz del dolor me había apretujado el corazón, sentí dentro del pecho un periódico hecho bola. También sentí empatía por mi amigo, y por Flaco, por los últimos días de su vida. Vinieron hasta mi mente los recuerdos de aquellas épocas cuando queríamos abandonar, a grandes zancadas, la infancia. Miré a Mafafo. Destapé otra cerveza para él y una para mí. En silencio, ambos levantamos los envases. Él esperaba una respuesta. Yo se la di:

— Mira, hermano. Agradezco tu confianza, esto es tan personal, tan duro. Te juro que sólo escuchar tus palabras me provocó sentir un agravio personal, impotencia. Hasta podría decirte que en otro momento te hubiera acompañado y ambos hubiéramos acabado con Maya de la peor forma posible, como una rata rabiosa, como la maldita alimaña que fue durante su vida. Veo hacia el pasado y sólo quiero recordar cosas agradables. Me enferma el dolor de los otros. Hoy te voy a pedir que olvidemos juntos —él me miró extrañado—. Te explico, le dije: la casa de Maya quedaba por la misma ruta que tomaba mi transporte cuando iba rumbo a la escuela en el bachillerato. Frecuentemente, tomaba asiento del lado de la ventana del transporte. Soy un curioso natural, me encanta ver a las personas, las cosas, las casas… Una tarde, mientras me embelesaba poniendo mi atención en una joven guapa que caminaba sobre la acera, me pareció distinguir un rostro conocido: era Maya. Casi indigente, nuestro compañero de escuela, el maldito de quien has venido a pedirme información para matarlo, inhalaba el solvente de una estopa. Con la mirada perdida, vestido con harapos, debo decirte, sentí pena por él. Nada quedaba de aquel tipo pedante, agresivo y abusivo, era una sombra triste que arrastraba los pies dentro de unos hilachos que, en otro tiempo, tal vez, fueron zapatos, vestía ropas recubiertas con innumerables capas de mugre. Sin embargo, ahí estaban esos ojos, inconfundibles, tristes hasta cuando intentaban hacer el mal.

—No me importa si se lo está llevando la tiznada —me interrumpió—. Ya te dije que lo voy a matar y que nadie tiene el poder para impedírmelo. —Volví a dar un sorbo a mi cerveza y atendí un par de clientes. Entonces le dije: no he terminado:

—Durante varios meses, tal vez un par de años, coincidí con aquella sombra gris en mi camino rumbo a la escuela. Una tarde, cuando para variar iba retrasado, mientras el autobús hacía la enésima parada para subir pasaje, yo imploraba que el tiempo no transcurriera porque mi profesor de literatura era un tipo mamón y sumamente exigente que consideraba los retrasos como inasistencias, y con tres inasistencias reprobabas el curso. Yo había acumulado dos faltas, estaba a un paso de perder el semestre de esa materia. Realmente estaba angustiado.

Entonces reparé en un grupo de indigentes que manoteaban entre sí como monos rabiosos. El autobús no avanzaba. Yo continuaba rezando y mirando con cierto desdén. Tres hombres increpaban a uno, a Maya, lo reconocí cuando avanzó un poco más el camión. La visión desde mi ventana quedaba justo enfrente del grupo de hombres. Uno de ellos hacía señas sobre la cara de Maya. Éste, con la mirada extraviada, tal vez con el cerebro desecho por el solvente, parecía no darse cuenta, parecía haberse fugado de la realidad. Entonces, uno de los hombres, el que estaba a la izquierda de nuestro conocido, sacó de entre sus ropas una punta de fierro, larga, enmugrada, y sin mayor argumento la clavó en el pecho de Maya, quien sólo abrió los ojos y cayó de rodillas sobre la banqueta, a unos pasos del arrollo vehicular. El hombre repitió la agresión, una y otra vez. Hasta que el cuerpo inerte del caído quedó enmarcado en un espejo extraño de sangre y el hombre exhausto sobre él. Hermano: la misma sangre con la que pretendes ensuciar tus manos, aquel día fue devorada por el mismo suelo con singular deleite. Yo fui testigo. No tengo por qué mentirte.

Aquel amigo me pidió que saliera del negocio, que superáramos la distancia que mediaba entre el mostrador y nosotros. Un fuerte abrazo selló nuestra amistad. Se despidió con un saludo militar y dio media vuelta. En poco tiempo, durante una corta pero emotiva charla, supimos que el tiempo había transcurrido en nuestras vidas. Después de que él se fue, tengo la seguridad de que ambos teníamos, por fin, la certeza de ser hombres.

*Imagen: Alfredo Arcos, artista de Neza.

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Opinión

Presidenta, lejos de construir nuevos liderazgos en el país

*** Por Miguel Ángel Romero

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El tablero en el que la nueva presidenta de México, Claudia Sheinbaum, mueve sus fichas no solo es complejo, sino que ella no lo diseñó y muchas de las piezas que supuestamente debería poder usar y habilitar no responden a ella. Parece una natural consecuencia ante el elefante en la sala del cual nadie habla: para muchos actores políticos su legitimidad es de papel.

Los 36 millones de votos que obtuvo en la pasada elección son vistos como una consecuencia inercial y un reflejo del capital político que sí construyó el expresidente Andrés Manuel López Obrador. Por lo tanto, no son de ella, son prestados y el “respaldo” puede dejar de serlo o cambiar de sentido de ser necesario.

Bajo esa premisa, es totalmente entendible que la postura del partido Morena -que fue el vehículo para llevarla al poder- busque lucir con independencia al gobierno. La “institucionalización” del movimiento que fundó AMLO no pasa por respaldar incondicionalmente a quien hoy habita en Palacio Nacional, sino que corre de manera paralela con una estrategia de creación de cuadros y militancia que funcionará más como contrapeso que como soporte. Sheinbaum estará lejos de poder construir o impulsar nuevos liderazgos en todo el país.

Al menos, así lo dejó entrever Luisa María Alcalde en entrevista que le dio a El País en donde disfraza esa “sana distancia” entre el partido y la mandataria como una táctica para no caer supuestamente en los vicios que instauró el PRI cuando fue hegemónico, tal como ahora lo es Morena. El hijo del ex presidente AMLO, Andy López, (señalado por corrupción) como protagonista en las decisiones del instituto político que recibirá en 2025 más de 2 mil 500 millones de pesos de dinero público.

Otras pruebas de que el régimen se endurece sin el liderazgo de la presidenta son la reforma judicial, la incorporación de la Guardia Nacional al Ejército, la ratificación de Rosario Piedra al frente de la Comisión Nacional de Derechos Humanos para complacer a los militares, así como la próxima eliminación de órganos autónomos constitucionales; a lo que se le suma que en la Ciudad de México, de donde salió y no logró imponer a Omar García Harfuch como Jefe de Gobierno y en vez de él se le instaló un dique más con Clara Brugada.

En el control de crisis y para no lucir lastimada, Sheinbaum está siendo orillada a abrazar determinaciones que están lejos de su alcance, y sobre, todo de su convicción. La próxima jugada en el tablero que podría continuar exhibiendo su poco margen maniobra será la definición del titular de la Fiscalía General de la CDMX, una posición clave, en donde todo indica será ungida Betha Alcalde Luján; es decir, se suma una figura de contención al tablero.

En el Congreso de la Unión, la presidenta tiene que lidiar con dos personajes que mantienen una franca e incluso grosera independencia de ella. Sirven al régimen (personificado en AMLO) pero no a la ahora inquilina de Palacio Nacional.

Adán Augusto en el Senado y Ricardo Monreal desde la Cámara de Diputados quienes, para cuidar y proteger su propio espectro de poder, alientan y promueven -de manera velada- la narrativa que Sheinbaum no guarda mayor capital político y que el título de presidenta es un membrete que no tiene mayor incidencia en el ámbito legislativo, un espacio en el que ellos dan continuidad a la agenda que marcó AMLO, como la eliminación de órganos autónomos, y desde donde incluso se aventuran a abrir nuevas discusiones, como lo es una reforma fiscal que, si bien luce necesaria, la presidenta se comprometió a no llevarla a cabo.

Es muy temprano para asegurar que esta tendencia continuará pero a escaso mes y medio en el poder queda claro que todos los actores políticos y piezas en el tablero que supuestamente deberían estar en sintonía con la presidenta están hoy en día funcionando como un contrapeso: una definición por sí misma problemática ya que, de momento, no parece haber incentivos para que todos esos diques y muros diseñados por AMLO para heredar su poder, quieran moverse o busquen la colaboración con Claudia Sheinbaum. Y, por el contrario, sí existen estímulos para que cada uno de ellos busque acotar y restringir a Sheinbaum: conservar su parcela de poder.

La presidenta no está feliz. Ha usado a sus voceros y propagandistas en medios de comunicación para, por lo menos, poner de manifiesto que muchas de las acciones que están endureciendo el régimen no las comparte, ya sea por la forma o por el fondo. Una proyección lógica a mediano plazo es que ambas visiones choquen: el andamiaje construido por AMLO versus el que busque instalar Sheinbaum.

Será interesante ver si el argumento que todos utilizan para maltratar a la presidenta se mantiene. ¿Hasta dónde podrá usar la legitimidad prestada para construir la propia? El problema no es menor y no se constriñe a ella, sino también a la forma en cómo los ciudadanos vamos a padecer ese natural encontronazo.

*** Miguel Ángel Romero: Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia.
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Opinión

Hoy, día clave para las relaciones México-EU. UU.

***Miguel Ángel Romero Ramírez

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La agenda binacional, de por lo menos los próximos 6 años, entre México y Estados Unidos tiene en este martes 5 de noviembre un día clave. Mientras concluyen las elecciones estadounidenses que podrían llevar de vuelta a Donald Trump a la Casa Blanca; en México, la Suprema Corte analiza el proyecto que podría frenar parcialmente el esfuerzo del oficialismo -ahora, con Claudia Sheinbaum a la cabeza- para romper el equilibrio entre poderes y así provocar una crisis constitucional sin precedentes. Sucesos históricos que traerán consigo profundas consecuencias.

A medida que ambos casos se desarrollan, vale la pena revisar cómo estos líderes, aunque desde espectros ideológicos distintos, mantienen similitudes que colocan en una franca desventaja a la región. Se trata de coincidencias enmarcadas en el manual del populismo que encuentra, cada vez más, espacio y margen de tracción derivado de un desencanto de los ciudadanos por un sistema democrático.

En lo que respecta a concentración de poder, ambos la buscan a partir de la figura del “pueblo” entendida esta como la imagen que los habilita y “autoriza” para cuestionar e ignorar las normas establecidas con la finalidad de acatar dicha “voluntad”.

Mientras Trump se presenta como una figura antisistema que “realmente” escucha al pueblo, Sheinbaum coloca como piedra angular de la reforma judicial, los 36 millones de votos obtenidos en las urnas para intentar instalar la falacia de que dicho resultado la autoriza y habilita para emprender cualquier acción, aunque estas vayan en contra de los principios democráticos.

Los líderes populistas tienden a dividir a la sociedad en “el pueblo” y “los otros”, generalmente representados como élites corruptas o adversarios. Trump se posiciona como el defensor de los “americanos reales” frente a una élite que presuntamente los menosprecia, consolidando una base leal que ve en sus enemigos los obstáculos al progreso.

Sheinbaum, también polariza al referirse a los opositores de la reforma judicial como “conservadores” que buscan frenar el cambio, estableciendo una división que genera desconfianza hacia quienes no comparten su peligroso proyecto de romper el orden constitucional mexicano.

Ambos comparten una estrategia de deslegitimación de sus detractores. Trump acusa a los medios y a los demócratas de conspirar en su contra, sugiriendo incluso que sus derrotas son producto de fraudes, lo que mina la confianza en las instituciones democráticas. Sheinbaum etiqueta a medios críticos como “conservadores” y denosta en sus conferencias a todo aquel sector o grupo de la sociedad que no comparte sus ideales autoritarios.

La oferta de soluciones simples y rápidas a problemas complejos es otra táctica común. Trump promete construir muros y negociar tratados, presentando estos temas complejos como resolubles por él solo. Sheinbaum, por su parte, promete una transformación radical en México, promoviendo la una reforma judicial que, como han admitido incluso sus propios asesores como el ex Ministro Arturo Zaldívar, no resuelve de fondo la impunidad que prevalece la sociedad mexicana porque su objetivo primordial es cooptar y eliminar un contrapeso esencial que establece un régimen democrático.

El control de la narrativa pública también distingue a los populistas. Trump empleó redes sociales, especialmente Twitter, para difundir sus mensajes sin mediadores, presentándose como el defensor de los “estadounidenses olvidados” y desacreditando a los medios como “fake news”. Sheinbaum utiliza el poderoso andamiaje de propaganda digital heredado de López Obrador para instalar como culpable de la crisis constitucional a la Suprema Corte de Justicia de la Nación que lo único que ha hecho es ejercer su natural papel de contrapeso.

Cabe destacar que la seducción de las mayorías por este tipo de liderazgos no es fortuita y no se limita a la región de Norteamérica. El virus del populismo tiene como un componente de efectividad en su propagación a sociedades desilusionadas porque no han encontrado respuestas puntuales a sus demandas. La generalizada mediocridad de la clase política gobernante ha tenido como una de las principales consecuencias el ensanchamiento de la brecha de desigualdad; y es ahí, en ese espacio en el que los líderes populistas encuentran margen de maniobra para capitalizar el resentimiento y el enojo.

La advertencia, en ambos casos, es que el poder concentrado en manos de una sola figura, en detrimento de la independencia de instituciones clave como el poder judicial, suele conducir a dinámicas autoritarias, donde la justicia se convierte en un mecanismo de persecución o protección de ciertos intereses.

La ansiedad binacional por lo que ocurra este martes en ambos lados del Río Bravo crece, y no es para menos, pues las consecuencias futuras pueden ser profundas y devastadoras tanto para la sociedad mexicana como para la estadounidense.

Miguel Ángel Romero: Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia.
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Opinión

La narrativa del miedo y cómo la violencia se convierte en control

***Alejandro Gamboa C.

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La violencia no es sólo un acto físico. En los últimos años he observado algo nada nuevo pero que vale la pena volverlo a señalar: cómo se convierte la violencia en una herramienta política, un espectáculo mediático cuyo propósito principal es sembrar el miedo.

En América Latina, los medios de comunicación y los grupos de poder han sabido jugar con este temor, manipulando la realidad para mantener sociedades controladas y sumisas.

El caso de Colombia es emblemático. Durante décadas, el conflicto armado ha dominado los titulares de los periódicos, especialmente en las zonas rurales. En el interior de esas noticias no siempre se cuenta el contexto completo. Se muestran los actos de violencia de manera aislada, creando una narrativa que, en lugar de buscar soluciones, alimenta la percepción de que la violencia es inevitable. Esta representación ha ayudado a crear una cultura donde el miedo no solo paraliza, sino que normaliza lo inaceptable​

Este enfoque fragmentado es una herramienta efectiva para evitar conversaciones profundas sobre las raíces de los conflictos.

En México, el narcotráfico ha aprovechado esta capacidad mediática para construir su propio discurso de poder. Los cárteles han adoptado la violencia como un mensaje, transformando sus crímenes en espectáculos diseñados para infundir pavor. La brutalidad, captada por las cámaras y luego transmitida masivamente, contribuye a una atmósfera de inseguridad que afecta a la población, generando el terror necesario para mantener su dominio​

Los medios, principalmente comerciales de comunicación, al difundir estas imágenes, se convierten en amplificadores de la estrategia del miedo, tal vez sin intencionalidad (o tal vez sí), pero definitivamente con consecuencias devastadoras.

Lo más alarmante es que esta misma estrategia no se limita a grupos armados. Gobiernos en la región han aprendido a manipular el miedo para justificar acciones que atentan contra las libertades civiles.

En Argentina y Chile, durante las dictaduras, los gobiernos militares utilizaron la violencia del estado como una herramienta silenciosa, apoyados en una narrativa mediática que presentaba a los opositores como enemigos peligrosos. El miedo era la llave para mantener a la sociedad bajo control y aceptar lo inaceptable​.

El uso del miedo también se ha modernizado. En la era de la información instantánea, las redes sociales han demostrado ser un campo fértil para la difusión de noticias que influyen en el comportamiento social.

Durante la pandemia de COVID-19, el miedo al virus fue exacerbado por la sobreexposición a la información, creando ansiedad y pánico en la población. Las redes, que amplifican el contenido que genera más emociones, mostraron lo peligrosas que pueden ser como vehículo del miedo​

La violencia en nuestro país ha sido amplificada y convertida en espectáculo por los medios de comunicación comerciales, donde las noticias sensacionalistas y el uso de narrativas melodramáticas capturan la atención de las audiencias y mantienen a los espectadores en un ciclo constante de entretenimiento morboso.

Un claro ejemplo de esta construcción de narrativas fue el uso de recreaciones de crímenes y eventos violentos en cine y televisión durante el México posrevolucionario. Películas como El automóvil gris (1919) y La banda del automóvil (también de 1919) dramatizaban la violencia real o la mezclaban con escenas ficcionadas, convirtiendo los crímenes en espectáculos visuales destinados a generar impacto emocional y captar el interés de la audiencia.

Estas producciones, que mezclaban documental y ficción, ayudaban a los medios a construir una visión sensacionalista de la criminalidad y el peligro en la vida cotidiana.

Actualmente, este enfoque no solo persiste, sino que se refuerza en programas de noticias, series y reality shows que explotan crímenes y actos violentos. Muchos de estos contenidos incluyen escenas re-creadas, manipuladas o narradas de manera sensacionalista para maximizar la respuesta emocional de los espectadores.

Esta exposición intensiva a imágenes y relatos violentos fomenta una percepción desproporcionada de inseguridad y una especie de fascinación morbosa, lo que contribuye a un estado de vigilancia constante en la población, atrapándola en un ciclo de consumo de violencia como entretenimiento.

Este fenómeno convierte a los espectadores en participantes involuntarios de un espectáculo que perpetúa el miedo y la desconfianza en el entorno social, manteniéndolos enganchados en un contexto donde la violencia no es solo una realidad, sino un producto de consumo continuo que define y refuerza la visión del mundo de quienes lo observan.

Debemos cuestionar el rol de los medios en nuestra percepción del miedo. ¿Hasta qué punto somos partícipes involuntarios de esta maquinaria de terror? ¿Estamos consumiendo noticias que informan o que manipulan nuestras emociones? La violencia es real, pero su representación a menudo es un reflejo distorsionado con fines oscuros.

Es momento de que dejemos de ser víctimas de estas narrativas y recuperemos nuestra capacidad crítica. No podemos permitir que el miedo siga siendo el arma favorita de quienes desean mantenernos sometidos. La violencia no solo deja marcas físicas; deja cicatrices profundas en nuestra percepción de la realidad. Pero lo más disruptivo es que el miedo, ese enemigo invisible, puede que sea más peligroso que el mismo acto violento.

***Alejandro Gamboa C. Licenciado en periodismo con estudios en Ciencia Política y Administración Pública (UNAM) Enfocado a las comunicaciones corporativas. Colaboró como co editor Diario Reforma. En temas de ciencia y comunicación en Milenio y otros medios digitales. Cuenta con 15 años dedicado a las Relaciones Públicas. Ha colaborado en la fundación de la Agencia Umbrella RP. Ha realizado trabajos como corrector de estilo, creador de contenidos y algunas colaboraciones como profesor en escuelas locales.

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