Paola Félix Díaz, está de vuelta en el escenario público, ahora en las páginas del Universal con su opinión y desde ahí, continua su apoyo al régimen de Manuel López Obrador, tal vez en espera de una segunda oportunidad.
Por otro lado, es lograr un espacio de opinión en el importante diario, se entiende una deferencia por parte del propietario del medio, quien la invitó al vuelo privado a Guatemala a la boda de Santiago Nieto, evento que terminó en explosión informativa con tres bajas en el equipo de AMLO. Ella fue uno de los despedidos disfrazados de renuncias como Nieto y Enrique Gou.
Paola, tiene espíritu fantasioso, su nombre real es Sara Paola Galico Félix Díaz y acomodó a su bisabuelo, Félix días sobrino de Porfirio Díaz, de cuyo pasado, les tiene admiración y como muchos actores y actrices, adoptó el que conocemos, no obstante Félix, era el nombre y en ella es apellido.
Félix Díaz, fue la principal figura de la contrarrevolución, se levantó en armas contra Francisco Ignacio Madero y para legitimar su movimiento, expidió un manifiesto en el que afirmó su determinación de imponer la paz con la justicia, derrocar a los que engañaron al pueblo, establecer un gobierno provisional que restaurara la paz, libertad y bienes materiales.
Nacido en Oaxaca el 17 de febrero de 1868, Félix Díaz, fue ingeniero militar y bajo el amparo de su tío, entró al Estado Mayor Presidencial. Diputado por su estado, perdió las elecciones a la gubernatura; cónsul en Chile, jefe de la policía de la ciudad de México; gobernó Oaxaca por tres días y le ganó la gubernatura Benito Juárez Maza, hijo del Benemérito.
Su movimiento fue sofocado y sometido a un consejo de guerra que lo sentenció a muerte; pero Madero fue presionado por los militares, lo perdonó y cambió su sentencia a cadena perpetua. Murió en Veracruz en 1945. Lo cuenta la historiadora Dora Alicia Carmona.
Bien, seguimos con Paola “Félix Díaz”, el entrecomillado porque no son sus apellidos reales: Se trata de una mujer astuta, un tanto desobediente de las reglas, recordemos que antes de su affaire de Guatemala dio qué hablar por su boda;
En enero pasado, en pleno semáforo rojo, titular entonces del Fondo Mixto de Promoción Turística de la Ciudad de México, se casó. Las imágenes de la boda llegaron a las redes sociales cubiertas en la polémica, por las condiciones epidemiológicas de la capital que no permitían celebraciones, reuniones o fiestas.
El tuit de Darío Celis, reventó el estallido mediático y ella fue la estrella del incendiado momento informativo y las llamas tocaron el centro de la boda del hoy ex titular de la UIF que lo arrastro a la dimisión del cargo. La dama negó que fueran de ella los 35 mil dólares que le sumaron y calló quién era el propietario de la suma. Bienvenida al gremio Paola.
En la realpolitik, Andrés Manuel López Obrador le instaló un dique más a su sucesora. La sensación de que la jefa del Estado mexicano tiene todo el poder es una ilusión que se desvanece tanto al interior de Palacio Nacional como hacia fuera.
El problema es grave: el régimen se endurece sin el liderazgo de su presidenta. No controla el partido, ni el Congreso, ni la fiscalía, y ahora, con la purga en la Corte, enfrenta un contrapeso más. Lo paradójico es que este cerco no lo construyó la oposición. Lo armó su líder y el régimen que dice sostenerla.
La elección judicial fue la pieza final de un diseño cuidadosamente ejecutado: asegurar que la transición de poder no implique una transición de mando. Desde antes de asumir la presidencia, Sheinbaum ha sido rodeada por operadores que no le reportan. Andrés López Beltrán en el partido. Ricardo Monreal en la Cámara de Diputados. Adán Augusto en el Senado. Rosa Icela Rodríguez en la política interna. Y ahora, Hugo Aguilar Ortiz en la Corte. Ninguno de ellos responde a la primera mujer presidentA de México. Todos orbitan alrededor de otro centro.
Lo que se presenta como continuidad institucional es, en realidad, el encapsulamiento progresivo de la presidencia. Claudia Sheinbaum heredó la presidencia, pero no el poder. Ese es el núcleo del problema.
La Corte es apenas el ejemplo más reciente, pero no el único. La elección del 1 de junio fue presentada como una innovación democrática. En realidad, fue una operación de control. Las listas fueron filtradas desde Palacio Nacional. Los nombres circulaban por WhatsApp. Los votos fueron guiados por acordeones repartidos en las calles. La participación fue mínima. No hubo mandato y, por ende, tampoco legitimidad.
El resultado, previsto. Hugo Aguilar Ortiz, un desconocido sin trayectoria judicial reconocida, obtuvo la mayor votación. No por méritos propios, sino por su utilidad política. Fue quien facilitó el paso del Tren Maya. Su ascenso no representa una visión del derecho. Representa un pago.
Esa es la nueva Corte. No una institución que equilibra al poder, sino que preserva el poder de un solo hombre. No un tribunal del Estado, sino un escudo del régimen. Y, sobre todo, un límite para la presidenta.
El dilema para Sheinbaum es más profundo que el de gobernar con contrapesos hostiles. Su desafío es gobernar en un sistema que ya funciona sin ella. Un sistema que se ha cerrado para garantizar su permanencia. El gabinete actúa con inercia obradorista. El Congreso opera bajo una agenda heredada. Los gobernadores no miran hacia la presidencia, sino hacia el liderazgo que los eligió. Y ahora, el Poder Judicial será conducido por una lógica que no contempla el proyecto de Sheinbaum como eje, sino como amenaza latente.
Ya se ha escrito en este espacio: que Sheinbaum se emancipe de López Obrador no es un asunto ideológico, sino un acto de supervivencia. Más aún frente a Washington, que observa con atención a las figuras que aún giran en torno al expresidente.
No solo por haber desmantelado el andamiaje institucional, sino por los vínculos persistentes con el crimen organizado, por los esquemas de corrupción burdos, visibles, torpes, que fueron tolerados -e incluso diseñados- por quienes hoy siguen moviendo las piezas desde fuera del Palacio Nacional.
Sheinbaum puede posponer esa ruptura. Puede continuar abrazando esa arquitectura, justificando decisiones que no tomó, absorbiendo los costos de un poder que no ejerce. Pero el tiempo no está de su lado. Porque cada acto de validación, cada gesto de subordinación, la aleja más de su propia autoridad. El régimen puede seguir funcionando sin su conducción. Pero ella no podrá sostener la presidencia sin recuperar, en algún momento, el control. Y ese momento no se anuncia.
Se construye. O se pierde.
*** Miguel Ángel Romero Ramírez: Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia. X: @MRomero_z
Según diversos estudios, Estados Unidos ha intervenido en más de 393 ocasiones en otros países desde 1776, con más de 200 de esas intervenciones ocurriendo después de 1945, y 114 en la era posterior a la Guerra Fría (Toft, 2023). Estas acciones han estado motivadas por intereses económicos y geopolíticos, a menudo disfrazados de promoción de la democracia y la libertad.
Durante el siglo XX, Estados Unidos consolidó su papel como potencia hegemónica, interviniendo en América Latina, Asia y Medio Oriente. La Doctrina Monroe y su corolario, la política del Gran Garrote, justificaron intervenciones en países como Nicaragua, Haití y la República Dominicana. Estas acciones buscaban proteger intereses económicos y estratégicos, como el control del Canal de Panamá y la expansión de empresas estadounidenses.
Como sabemos, en Irán, la CIA orquestó el derrocamiento del primer ministro Mohammad Mossadegh en 1953, luego de que nacionalizara la industria petrolera. Este golpe restauró al Shah en el poder, asegurando los intereses petroleros occidentales.
En América Latina, la intervención en Guatemala en 1954 derrocó al presidente Jacobo Árbenz, quien había implementado reformas agrarias que afectaban a la compañía United Fruit. Este patrón continuó en Chile en 1973, con el apoyo al golpe de Estado contra Salvador Allende, y en Nicaragua, apoyando a los contras contra el gobierno sandinista (Serra, 2023).
El siglo XXI ha sido testigo de intervenciones más sofisticadas o complejas, pero igualmente motivadas por intereses económicos y geopolíticos.
La invasión de Irak en 2003, justificada por la supuesta existencia de armas de destrucción masiva, resultó en una guerra prolongada y la desestabilización de la región. Este conflicto también estuvo motivado por intereses estratégicos y económicos, particularmente relacionados con el petróleo.
En Afganistán, la intervención iniciada en 2001 se prolongó por dos décadas, con resultados terribles en términos de estabilidad y desarrollo. La retirada dejó al país en manos del Talibán, evidenciando el fracaso de la estrategia estadounidense.
Además, Estados Unidos ha intervenido en Libia y Siria, apoyando a grupos rebeldes y realizando bombardeos aéreos, contribuyendo a la fragmentación y el caos en estas naciones; generando crisis humanitarias y flujos masivos de refugiados.
Detrás de estas intervenciones siempre hallamos un común denominador: la lógica del capitalismo global. Estados Unidos ha construido un “imperio informal” que busca abrir mercados y asegurar condiciones favorables para el capital, más que controlar territorios directamente—hasta ahora (Panitch & Gindin, 2012).
Este enfoque ha llevado a la imposición de políticas neoliberales en países intervenidos, beneficiando a corporaciones multinacionales y debilitando las economías locales. La propaganda de la democracia ha sido, en muchos casos, un pretexto para implementar reformas estructurales que favorecen al capital transnacional.
Un ejemplo más reciente. En su segundo mandato iniciado en enero de 2025, Donald Trump ha intensificado una política exterior agresiva hacia México, marcando un nuevo capítulo en el intervencionismo estadounidense.
Una de las medidas más controvertidas ha sido la designación de varios cárteles mexicanos como “organizaciones terroristas extranjeras”, incluyendo al Cártel de Sinaloa y al Cártel Jalisco Nueva Generación. Esta clasificación, formalizada mediante la Orden Ejecutiva 14157, otorga al gobierno estadounidense amplias facultades para actuar unilateralmente bajo la premisa de combatir el terrorismo (Wikipedia, 2025).
Este cambio de paradigma ha generado preocupación en México, ya que abre la puerta a posibles intervenciones militares en territorio nacional. Aunque la presidenta Claudia Sheinbaum ha rechazado públicamente la posibilidad de permitir tropas estadounidenses en México, las declaraciones de Trump y su equipo han mantenido la amenaza latente.
El presidente estadounidense ha afirmado que “no le va a gustar a México” las acciones que tomará para combatir a los cárteles, sugiriendo operaciones unilaterales si considera que el gobierno mexicano no actúa con suficiente contundencia (El País, 2025).
Además, Trump ha reinstaurado políticas migratorias restrictivas, como el programa “Quédate en México”, que obliga a los solicitantes de asilo a esperar en territorio mexicano mientras se resuelve su situación en Estados Unidos. También ha declarado una emergencia nacional en la frontera sur, permitiendo el despliegue de militares y la construcción de nuevas barreras físicas (El País, 2025).
Estas acciones han sido acompañadas de presiones económicas, como la imposición de aranceles del 25% a productos mexicanos, con el argumento de que México no ha hecho lo suficiente para detener el flujo de drogas y migrantes hacia Estados Unidos. La respuesta del gobierno mexicano ha sido enviar notas diplomáticas de protesta y buscar mecanismos de diálogo, aunque la tensión en la relación bilateral persiste (El País, 2025).
La estrategia de Trump refleja una visión unilateral y coercitiva de la política exterior, donde se privilegia la imposición sobre la cooperación. La designación de los cárteles como terroristas y las medidas migratorias y comerciales adoptadas no solo afectan la soberanía de México, sino que también sientan un precedente peligroso para las relaciones internacionales en la región.
Esta retórica de “seguridad nacional” esconde una dimensión más profunda: el interés por los recursos estratégicos del territorio mexicano. Las regiones con mayor presencia de crimen organizado —Sonora, Sinaloa, Michoacán, Guerrero y Chiapas— coinciden, no por casualidad, con zonas ricas en minerales como litio, oro y tierras raras, además de recursos forestales y acuíferos.
La empresa estadounidense Lithium Americas ya ha mostrado interés en los yacimientos de litio en Sonora, y las recientes reformas de Trump buscan garantizar a sus corporaciones acceso a esos insumos vitales para la transición energética y la industria militar de EUA. (Telesur, 2024).
Lo que se presenta como lucha contra el narco es, en el fondo, una estrategia para garantizar seguridad energética y tecnológica, asegurando el control de materias primas críticas. Esto no es nuevo: desde la invasión de Panamá para controlar el canal, hasta la intervención en Irak por el petróleo, la historia estadounidense revela que los conflictos casi siempre se justifican con principios éticos, pero se ejecutan por intereses materiales (Panitch & Gindin, 2012).
México, con su ubicación geoestratégica y su riqueza natural, se convierte así en el nuevo escenario de una disputa silenciosa, donde el discurso sobre el crimen organizado camufla una política extractivista y expansionista.
***Alejandro Gamboa C. Licenciado en periodismo con estudios en Ciencia Política y Administración Pública (UNAM) Enfocado a las comunicaciones corporativas. Colaboró como co editor Diario Reforma. En temas de Ciencia y Comunicación en Milenio y otros medios digitales. Cuenta con 15 años dedicado a las Relaciones Públicas. Ha colaborado en la fundación de la Agencia Umbrella RP. Ha realizado trabajos como corrector de estilo, creador de contenidos y algunas colaboraciones como profesor en escuelas locales.
En teoría, el voto es una afirmación de libertad. En la práctica, cada vez se parece más a un acto condicionado, ejecutado bajo una lógica de la dependencia. La elección judicial que se aproxima en México -domingo 1 de junio- se enuncia como un acto democrático. Sin embargo, detrás de esa narrativa, persiste una realidad más sombría: millones tienen la instrucción de acudir a las urnas no como ciudadanos soberanos, sino como sujetos obligados en una relación de subordinación disfrazada de gratitud.
Durante más de dos décadas, Andrés Manuel López Obrador (jefe de gobierno de CDMX) y su “movimiento” han ampliado y centralizado una red de programas sociales sin precedentes. No se trata únicamente de transferencias económicas, sino de una estrategia política cuidadosamente calibrada. Las ayudas llegan, sí, pero también llegan mensajes. Quién entrega, por qué, y qué se espera a cambio. En muchas comunidades, esos mensajes se traducen literalmente en listas: orientaciones sobre por quién votar, entregadas días antes de la elección.
El resultado es una inversión simbólica: el voto ya no es una expresión autónoma, sino un acto de correspondencia. No una devolución, sino un gesto que se percibe obligado, una suerte de tributo silencioso para preservar lo poco que se ha conseguido.
Lo paradójico: muchos de esos beneficios son reales pero también frágiles. La transferencia económica existe, pero las medicinas no están en las clínicas. La beca a estudiantes se deposita, pero el mercado laboral continúa siendo deprimente. El apoyo llega, pero la inseguridad no cede y el histórico de homicidios siempre tiene un nuevo techo.
Bajo esa tensión, el “bienestar” pierde su dimensión transformadora y se vuelve una forma de consuelo. El Estado aparece, pero incompleto: da recursos, pero no derechos. Y lo que debería empoderar, termina sujetando. Sometiendo.
Esta es la arquitectura del nuevo clientelismo: legal, masivo, emocional. Un sistema que no amenaza abiertamente, pero insinúa consecuencias. No impone, pero orienta con insistencia. No castiga, pero recuerda amenazante.
La política del “bienestar”, en este contexto, ha dejado de ser una vía hacia la autonomía para convertirse en un dispositivo de control suave. Las dádivas materiales se sobreponen a los vacíos estructurales, y lo simbólico sustituye lo sustancial. Se entrega dinero donde falta Estado. Se genera lealtad donde debería haber exigencia.
Este fenómeno no es exclusivo de México, pero aquí ha alcanzado una eficacia particular. Existen venezolanos y cubanos que después de décadas en el desamparo siguen pensando que mejorarán. Otros, millones, han optado por un éxodo doloroso.
Ahora, la legitimidad electoral no se construye sobre el debate, sino sobre la administración del miedo: el temor a perder lo poco conseguido, a que un cambio de gobierno implique el corte del único ingreso estable en un entorno de carencias. Se vota, entonces, con la expectativa no de mejorar, sino de no empeorar.
El pesimismo del “bienestar” parte de esa contradicción: el éxito de Morena radica en una política pública que fracasa en sus fines sociales. Se celebra una cobertura amplia de programas mientras se omite que esos mismos beneficiarios viven en calles sin seguridad, sin medicinas ni doctores, sin empleos. Sin operativamente poder exigir nada. Para fines prácticos, termina siendo más costoso recibir la dádiva.
La pregunta no es quiénes ganarán las elecciones el próximo 1 de junio, la pregunta es qué tipo de ciudadanía está siendo moldeada. Una ciudadanía que participa desde el deseo de cambio o desde la obligación tácita de mantenerse en línea.
Sin una política social que emancipe, el voto pierde sentido como instrumento de transformación. Sin derechos plenos, los programas se convierten en sustitutos, y la democracia en una farsa.
El 1 de junio habrá votos en las urnas. Pero lo que está en juego no es solo el resultado, sino la posibilidad de reconstruir un vínculo entre Estado y ciudadanía que no se base en el temor a perder una transferencia, sino en la confianza de que el bienestar no puede depender del voto, sino de la justicia. La justicia que fue enarbolada como promesa de campaña pero que una vez cumplida su rentabilidad electoral se diluyó.
*** Miguel Ángel Romero Ramírez: Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia. X: @MRomero_z