En la trompeta Radson, gangosa, se escucha la voz del intérprete vernáculo provocando los aullidos de los perros del vecindario. En Lago Seco el tiempo escurre, no transcurre.
La tienda de El Jarocho es un tendajón estilo palapa; ahí los parroquianos compran refrescos y cervezas, y los beben sentados, resguardándose del sol, bajo un toldo de láminas enchapopotadas que cubren un par de bancas apolilladas de tarima.
El Jarocho ha sabido adaptarse a la vida monótona del lugar. Para espantar las moscas se sirve de un plumero hecho con trozos de bolsas de plástico sujetos a un trozo de palo de escoba. Su cara morena es el diablo mismo cuando sonríe y muestra las coronas de oro de sus dientes que, con sus destellos, contrarrestan la negrura de sus labios bembones.
El Jarocho amplifica la música ranchera que transmite una emisora de radio. De vez en cuando interrumpe la melodía para enviar saludos, cifrados o directos: Saludos para don Luis Mendieta, de Oaxaca, que vive en esta colonia. Su esposa y sus hijos le piden que vaya a dejar el gasto. No importa que tenga otro querer, nomás que sea hombre y que cumpla.
Por cada mensaje cobra unos centavos. De granito en granito llena la gallina el buche, dice y palpa el morral de mezclilla que cuelga de su cinturón piteado.
Saludos a la señora Toña. Me he de comer esa tuna, aunque me espine la mano. Y si el señor de la casa no está de acuerdo, pues que salga y arreglamos el asunto —dice otro último mensaje pagado por un hombre que lleva la pistola al cinto y una tejana negra que le cubre del sol.
Petra, sabes que me gustas. Tú dices si te animas, que tengas buen día. Tu admirador anónimo, dice otro enamorado quien considera que su pecho no es bodega y ha decidió gritar a los cuatro vientos de Lago Seco que la tal Petra le cuadra para formar hogar.
Regularmente, de las Radson de El Jarocho salen más saludos que canciones. En el barrio identifican el tono costeño del hombre; sus mensajes se han hecho de un lugar entre la audiencia de los terregales. El hombre se da gusto, modula la voz y la vuelve grave o chillona, todo depende del comercial.
Lago Seco parece una estampa del Misisipi, pero sin agua: deben acarrearla sobre los hombros con unos aguantadores; en ocasiones hay que caminar hasta dos kilómetros; eso los obligó a construir carros de madera y desperdicios industriales.
A Lago Seco no han llegado los animales de tiro, por eso los únicos que tiran de los carros son los cargadores que se alquilan sobre pedido para llenar tinacos, piletas y cubetas ajenas; esto ha generado fuentes de empleo, sobre todo para los chiquillos jiotosos que no se cansan de ir y venir hasta la toma de agua, bajo las caricias abrazadoras del sol que los hace prietos como charol.
De todo se entera uno, dice la doña que ha bardeado su lote con láminas de tambos descuajaringados. Don Remigio se está quedando ciego por la diabetes, pero bien que pone su silla en el quicio de lo que él mismo define como la entrada para su casa para escuchar el chismógrafo de los pobres; en tanto, asa unas papas cortadas en rebanadas gruesas, sobre un comal superpuesto en tres piedras donde arden trozos de leña debajo. A pesar de que no tiene dientes ni muelas, Remigio macera las papas con las encías hasta que puede tragarlas. Dicen que está loco porque se ríe solo. Él sabe que no hay otra forma de entretenerse en estos terregales.
Ayer robaron el cable de luz que alimentaba la radio de El Jarocho y sus Radson. Hijos de la china Hilaria, dijo Chonita y tira de sus trenzas con furia, como si ordeñara las ubres de una vaca. El cable venía desde un poste improvisado, como a doscientos metros del negocio. El hurto ocurrió por la noche; aunque hay sospechosos, nadie supo ni vio, como siempre ocurre en estos menesteres.
Ha transcurrido una semana desde que Lago Seco se quedó sin su radio comunitaria.
Los vecinos, extrañados, quieren exigir, pero no saben a quién: la poli sólo viene a levantar borrachos y noctámbulos perdidos para extorsionarlos. Los saludos y los chismes entraron en modo pausa. El Jarocho ha tenido considerables pérdidas, nadie se acerca a la tienda, no es lo mismo escucharlo de viva voz contando sus anécdotas que atestiguar su magia a través de la Radson.
Margarita fue de las primeras en poblar estos lodazales, llegó de la costa de Guerrero con su marido y tres chilpayates. Dicen que la familia salió huyendo de su pueblo porque Jorge, el esposo de Magos, se escabechó a tres cristianos por un asunto de viejas rencillas.
Jorge siempre lleva el machete en el cinto. Hace trabajos de albañilería y usa pocas palabras para comunicarse. No le fallan los llamados para levantar bardas o para cavar fosas sépticas.
Aquella tarde, Jorge regresaba a su casa. Le llevó una mañana entera cavar un hoyo para almacenar los desechos de la comedera. Fuera de su tienda, El Jarocho tomaba una cerveza tibia, apenas remojada en agua polvosa. A Jorge siempre le molestaron las miradas del comerciante y su sonrisa con detalles dorados.
Dos meses atrás, una transmisión de El Jarocho había exacerbado las molestias de Jorge hacia el bembón. Un saludo de un admirador secreto para la seño Magos: no importa que tengas dueño, ya tendremos tiempo para conocernos —repitió el locutor con tono irónico.
Y como aquello de las bravatas no era algo que Jorge dejara pasar de lado, este anduvo entretenido pensando en cómo escarmentar al que había osado poner en tela de juicio su honor y el de su mujer.
Por eso, aquel día, bastó un intercambio de miradas para que Jorge preguntara: ¿Soy o me parezco? Y la sangre, que a fin de cuentas se calienta por igual en todas las criaturas del señor, sacó de la boca de El Jarocho una frase que terminó por engancharlos a ambos: Eres lo que tú quieres y a tus órdenes estoy. Entonces Jorge apretó la empuñadura del machete que llevaba sujeto al cinto. Sabía que cuando el arma sale de la funda tiene que usarse. Así se lo repitió su padre, y a su padre se lo recalcó su abuelo.
No había retorno, caminó unos pasos hacia el altanero sintiendo la sangre palpitando en sus sienes hasta casi arrancar el sombrero de palma de su cabeza. Serían las tres de la tarde de un mes de mayo. La tierra se levantaba construyendo fantasmas y empanizaba a los duelistas. Los ojos de ambos se hicieron pequeños como persianas por donde la muerte se asomaba.
También El Jarocho había recibido consejos. Si bien, madre nunca tuvo, padre tuvo mucho. Y su viejo, de la misma forma, le había regalado códigos de vida: para un cabrito, siempre hay cabrito y medio.
El machete cortó el aire terregoso; el instrumento de trabajo se tornó un arma con aparente vida propia y condujo aquella mano carente de voluntad, muerta por un destino irrenunciable. Jorge quiso intimidar al Jarocho, quizá pensando que acobardando a su adversario tenía oportunidad de esconder su propio miedo. Porque eso de los cristianos muertos y la huida del pueblo originario era sólo un rumor, una mentira que él mismo aceptó para hacerse de una reputación que le valiera el respeto de los otros migrantes de Lago Seco, y que terminó por convertirlo en su propia víctima.
Menos de dos minutos bastaron para que Jorge, con el machete en alto, bien empuñado, pero con la diestra engarrotada negándose a matar, terminara sus días mirando al cielo con sus ojos zarcos e incrédulos. Veintisiete años vividos, dos de ellos en los terregales donde pagaba a plazos un terreno para formar una familia con su esposa y sus hijos se habían ido como el polvo en el viento, aquella tarde. El Jarocho, sin aspavientos, le rebanó las entrañas con una charrasca, de derecha a izquierda con la mano zurda, limpiamente, de un solo tajo.
Con las vísceras fuera, Jorge se arrastró sobre la tierra, tal vez en un intento por encaminarse a su jacal, sin soltar el machete. Y este simple acto de morir con el arma en la mano obró en defensa de El Jarocho; no fueron pocos los que atestiguaron en su favor. Hubo quien dijo que el difuntito estaba mejor en estado frío, porque el calor de Lago Seco no le sentaba para nada, que le cocía los sesos convirtiéndolo en un peligro para la paz de la comunidad.
Y como el muerto no habla y muerto el perro se acabó la rabia, lo acusaron de ser el autor del robo del cable de la luz que alimentaba la radio y la Radson. Los testigos también dijeron que temían evidenciarlo porque era malo como el mismo demonio chancludo, que siempre andaba con el machete y que era responsable de haber remitido tres almas cristianas en el pueblo de donde huyó. Malo, lo que se dice malo, no era, porque era peor, dijeron las voces que apoyaron al Jarocho, quien quedó libre dos días después bajo el argumento de legítima defensa.
Los cientos de metros de cable robados al Jarocho aparecieron sobre las láminas de su tendajón. Es posible que un alma piadosa, tal vez temerosa, haya decidido ponerlos en el interior de un bulto vacío de cemento y regresarlos a su legítimo dueño. Un día después de quedar libre, los decires del bembón volvieron a esparcirse a través de la bocina comunitaria.
En la calma rota por la estridente música, un grupo de colonos beben cerveza y refresco sentados bajo un toldo negro, y escuchan las dedicatorias musicales de los enamorados, los recados con agravio y la voz de un incipiente locutor que da a Lago Seco lo que desea, porque, como buen comerciante, El Jarocho sabe que el cliente siempre tiene la razón.