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Opinión

El paraíso verdadero

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Ricardo Medrano Torres

Doña Pancha no confía en los bancos para que guarden su dinero, lo conserva bajo el colchón, a la vieja usanza. Es una anciana avara, dicen sus vecinos cuando la ven salir rumbo al mercado con sus ínfulas de gente nais. Su hijo, El Gordo, ronda los cuarenta años, tiene bigotes de aguacero y hace honor al mote: su vientre escapa al forzado cinturón que pide auxilio, la hebilla amenaza con encarnársele bajo el ombligo ciclópeo.

El Gordo no trabaja, pero doña Pancha lo emplea como administrador del dinero heredado por su difunto marido. Finge que “hace” y de vez en cuando se aplica a reparar minucias de la casa; con frecuencia, sin el menor éxito. “Ese hombre era bueno como pocos” —dice Francisca cuando rememora al difunto padre de su vástago, aunque nadie da mayor razón del susodicho, pues, sólo por los comentarios de la mujer, los vecinos han formado un perfil más bien idealizado.

Por la calle, El Gordo sostiene el paraguas a la doña, la cubre de los rayos del sol mientras se dirigen al mercado de Las Maravillas. Él disfruta ir a las matinés de cine, los domingos; proyectan hasta cuatro películas; en la sala, el barrio se manifiesta singularmente, se transforma en el paseo al campo añorado por los viejos, así olvidan un poco el rectángulo polvoso que habitan en medio de una tierra olvidada.

En plena función, la gente grita como si estuviera en medio de la fiesta del pueblo, maldice como en la pulquería, silban y arrojan basura a los espectadores de las filas delanteras. En ese ambiente, El Gordo se siente libre porque olvida a su madre durante cuatro horas seguidas, luego vuelve a padecerla el resto de la semana.

Porque, dicho sea de paso, a doña Pancha todo en el cuerpo le molesta; resulta más sensato preguntar: ¿qué no le duele a Francisca? Se queja de que las piernas se le hinchan como globos; también le duele la cadera, le falla la vista; los riñones no le funcionan bien y retiene líquidos. “Deje de comer sal, doñita. Le hará mucho bien” —le dicen las contadas vecinas que intercambian palabras con ella. Aunque el gesto de desagrado de Pancha les ha enseñado a esas mujeres que una cara de huele amargo, aunado al caminar lánguido, como de araña cazadora, amén de una buena pose de dignidad, bien que impresiona a los que no saben de alcurnia.

Porque, eso sí, para eso del desprecio, doña Pancha se pinta sin ayudas: “Para qué quiero vejigas para nadar”. Porque ella bien recuerda que: “Hay tiempo de tronar cuetes y tiempo de recoger varas”. “Y todo por servir se acaba y acaba por no servir”. La juventud se le terminó y es tiempo de levantar los frutos de su esfuerzo y cargar con El Gordo, quien, aunque un tanto inútil, es el gran regalo que la vida le dio para auxiliarse en su vejez y en sus achaques.

Dicen que El Gordo es hijo de un viejo líder petrolero acostumbrado a tener varios frentes y regar hijos por la creciente ciudad y sus zonas conurbadas. Eso sí, un hombre responsable, porque supo repoblar al mundo, y también repartir sus posesiones, cuando llegó el momento de rendir cuentas al supremo. Pues quería morir tranquilo dejando protegida su extensa prole en este mundo egoísta y cruel.

En el reparto de las posesiones, el difunto dejó un terreno en Neza a doña Pancha, un tramo de tierra de escasos ciento veinte metros cuadrados, cercano a la avenida principal y carente de servicios básicos. Porque, “de algo a nada” y “de lo perdido, lo que aparezca”, la doña siguió cumpliendo con el encargo de rezarle unos padres nuestros al difunto benefactor: “Nomás para que no me olvides” —le dijo él en vida—.

Aunque, quién iba a olvidarlo si bien que “me enjaretó este mozalbete; su vivo retrato, cuando menos en lo panzón”, sentenciaba la mujer con un gesto, mezcla de disgusto, resignación y ternura por “mi gordo”, como solía llamarle cariñosamente. Con el dinero que recibieron del difunto petrolero, edificaron unos cuartos, los primeros de losa de la colonia, y guardaron otro tanto del capital para irla pasando dignamente en la tierra donde prometían que la vida sería mejor.

El Gordo y la doña fueron los primeros del barrio que contaron con el servicio de ama de llaves: Eva, una muchacha provinciana, morena de pies anchos y sonrisa fácil, tan fácil que a la menor oportunidad se escapaba para dejarse querer por El Borrego, mecánico de camiones, empleado de don Morales, oaxaqueño que instaló uno de los primeros talleres de la zona, especializado en vehículos a diésel.

Para El Gordo, Eva era más que su primera madre: el refresco de cola bien helado cuando las quejumbres de doña Pancha le crispaban los nervios, porque él nunca había probado los favores de una mujer. Por eso la espiaba cuando ella se bañaba a jicarazos en el improvisado cuarto ubicado a medio patio.

Ambos eran cómplices y se dejaban querer uno por el otro, tenían un pacto de discreción: no había palabras de por medio, tampoco compromisos; ella jugaba con la voluntad del cuarentón y discretamente salía de su pequeño cuarto para bañarse envuelta en una toalla roída que antes fue de color blanco y hoy, percudida, se había tornado beige. Todo esto sucedía a la hora de la siesta de doña Pancha, cuando los calores son más fuertes y la resolana tatema los pelillos de las narices, como vaho del mismísimo diablo.

Él asomaba por los agujeros en los tabiques y ella fingía no darse cuenta. Pícara original, Eva toqueteaba debajo de la hoja de parra, y el Adán rechoncho jadeaba excitado viéndola frotar sus piernas achaparradas y macizas con un estropajo de fibra natural. Mientras el jabón escurría por la tibia y morena juventud de ella,

El Gordo también se derretía, y se le escurrían las ganas hasta filtrarse hacia el manto acuífero a través de la tierra seca del otrora Lago de Texcoco; hasta sentir que las piernas se le tornaban de fresca argamasa, incapaces de sostenerlo.

Así transcurría la vida en aquella casa. Así pasaron dos años desde la llegada de Eva. Deberías ser mi nuera, insistía Pancha a la joven, tal vez previendo que su bodoque quedaría en la orfandad, si ella faltase.

Una tarde que doña Pancha y El gordo fueron a visitar unos parientes en la Colonia del Valle, Eva había acordado con El Borrego del taller que aprovecharían la soledad de la casa para juguetear sobre la cama de “la patrona”. A fin de cuentas, también hay clases sociales entre los miserables, y esta era una buena oportunidad para almidonarle un poco las sábanas a doña Pancha, en franca revancha por sus desplantes de patrona de barrio.

Eva dio al mecánico la llave del zaguán y, una vez que se cumplió la hora acordada, la joven y El Borrego desabotonaron la pasión: brincotearon sobre la cama, se dieron quicos melcochosos y la morena supo que él era el hombre de su vida. Cuando aquel zafarrancho de manos y caricias, labios y besos, sudores y clamores alcanzó su clímax, el mecánico notó que debido a los movimientos bruscos del amor, varios billetes asomaron de entre la base y el colchón, como lenguas burlonas invitando a ser descubiertas, como otro tesoro oculto en ese día de fiesta.

El Borrego sacudió nervioso a Eva que dormitaba desnuda con el cabello negro revuelto sobre las sábanas de color rosa. “Mira, despierta. La vieja está bien forrada” —dijo él y un fino hilo de saliva asomó por sus comisuras—. La joven abrió los ojos acostumbrándose a la penumbra.

 En instantes, estaban dando vuelta al colchón, para descubrir billetes azules y morados, dispersos y abundantes. “Es un chingo de dinero”, dijo ella, que sin pudor tomó un billete y lo frotó en su entrepierna para quitar un poco del recuerdo del amante. Sonrió burlona y acarició los bucles ensortijados de él.

Sin decir más nada, hicieron una maleta con un vestido viejo de ella. Acordaron que él se llevaría el dinero al taller y que ella esperaría en la casa a que doña Pancha y El Gordo regresaran. ¿Qué podría salir mal?, se trataba de hilar la historia de un robo. Estaban seguros de que la patrona indignada echaría a la chica a la calle; eso daría oportunidad para que, juntos, los amantes abordaran un camión en la central del norte para ir a vivir una nueva vida en algún lugar de la provincia, lejos de terregales y calores:

“Fueron tres hombres. Entraron a la casa cuando ustedes se fueron. Dos de ellos me quitaron la ropa y después me violaron para obligarme a que les dijera dónde estaba el dinero que usted escondía. Pero yo no sabía nada de ningún dinero, así que me dijeron que, si no cooperaba, me iban a matar y me iban a echar al escusado después de partirme en pedacitos. Entonces se pusieron a buscar en toda la casa, también en mi cuarto revolvieron todo. Mire usted cómo dejaron, hasta mi virgencita de Guadalupe rompieron” —fue la versión que Eva contó fielmente a los policías en todas las versiones del interrogatorio.

Como era de esperarse, doña Pancha reunió todos sus achaques y, a menos de un mes del robo, se quedó dormida sobre la misma cama donde guardaba su dinero. Murió quieta, con un gesto de dignidad en el rostro, con las manos entrelazadas sobre el pecho. Hasta parecía una santa incorruptible. Sólo El Gordo y Eva fueron a sepultarla al Panteón de Iztapalapa; el funeral se pagó con dinero de las limosnas aportadas por los vecinos.

Eva y El Gordo van a ser papás, todos en el barrio lo comentan, se cuentan varias historias, unas a medias, otros guardan silencio: a veces es mejor coserse la boca cuando la ignorancia en el otro es felicidad. Se les ve salir a media mañana rumbo al mercado de Las Maravillas. Él la cubre del sol con un paraguas y la lleva del brazo por la calle terregosa —algún día tendremos drenaje y agua—, dice él, esperanzado, pero contento por haber conocido mujer joven a pesar de sus más de cuarenta años. Acordaron poner a la criatura el nombre de la difunta, que en gloria esté.

El Gordo trabaja como ayudante de mecánico en el taller de don Morales. “Es un inútil, pero de menos sirve para acercar las herramientas y hacer los mandados. Peor ahora que nos hace falta un maestro mecánico, ese Borrego era bueno y honrado; como dicen por ahí, anocheció y no amaneció” —dice el patrón y patea el trasero del nuevo chalán: “Órale canijo, eres bueno para hacer chamacos pero pésimo para darles de comer, ojalá te parecieras un poco al Borrego. A ver si tu hijo sale como él” —ríe don Morales y El Gordo ríe con él. Feliz de tener una Eva en su paraíso de ciento veinte metros cuadrados que le heredó su difunta madre, sólo quiere que Pancha haya alcanzado la gloria prometida y que siempre haya funciones los domingos en el Cine Maravillas.

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Sheinbaum y el riesgo del acantilado de cristal

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*** Miguel Ángel Romero Ramírez

Claudia Sheinbaum llega a la presidencia asumiendo el rol de un simple instrumento de la narrativa de la Cuarta Transformación. Se presenta como la continuidad de un proyecto, como la figura que debe garantizar que el legado de Andrés Manuel López Obrador permanezca intacto. Todo en su discurso sugiere que el líder es otro, que ella está al servicio de una visión mayor.

Sin embargo, la realidad del poder es otra. La presidencia es suya. Por más diques que López Obrador haya intentado poner, el poder del cargo reside ahora en ella.

Su postura leal no es ingenua. Comprende que su papel dentro de la narrativa exige subordinación, pero también sabe que el control operativo y la capacidad de decisión son inherentes al cargo. Este equilibrio es la clave: mantener la apariencia de continuidad sin renunciar a la potestad que la presidencia otorga. Sheinbaum tiene el poder real, aunque el liderazgo simbólico siga apuntando hacia su predecesor. Esa es su ventaja: el poder del cargo, aún bajo la sombra de quien le abrió el camino.

En su aparente sumisión, pareciera que hay estrategia. No necesita romper abiertamente con López Obrador para cambiar las cosas. La transformación no tiene que ser ruidosa ni estridente. Ella sabe que, al posicionarse como la continuadora fiel, desactiva los conflictos internos y mantiene a los militantes cohesionados. Pero esa misma posición le otorga el espacio para actuar. Puede modificar políticas, ajustar enfoques y crear cambios profundos, sin cuestionar el relato que sostiene la Cuarta Transformación.

El mayor reto de Sheinbaum estará más allá de la continuidad o de los ajustes silenciosos. Su verdadero desafío será construir su propia popularidad y capital político. No sólo por vanidad sino para tener la capacidad de ejercer el poder y gobernar. Entiende perfectamente bien que los 36 millones de votos obtenidos en las elecciones de junio pasado se los debe casi de manera exclusiva a la figura de López Obrador. La sombra del líder y sus adoradores se configuran como una guillotina que pende sobre ella y la cual debe deconstruir a partir de un enfoque propositivo.

Para lograrlo, en cada decisión, en cada acto, Sheinbaum está obligada a demostrar que es capaz de consolidar un liderazgo propio, independiente de quien la precedió. No puede ser vista todo el tiempo como la extensión de la figura de alguien más; debe construir su propia conexión y capital con la ciudadanía. La clave estará en su capacidad para transformar esa lealtad en algo que la haga a ella irremplazable. Dejar de ser la heredera de López Obrador para convertirse en una líder que se sostiene por sí misma.

Distinguirse sin romper con quien la encumbró será el principal reto. Si Sheinbaum no logra posicionarse en un corto plazo, su mandato no sólo quedará marcado por la subordinación, sino que enfrentará en el camino problemas de gobernabilidad y legitimidad, elementos que en la práctica se sobreponen a la retórica y a la propaganda que, hacia finales del sexenio de AMLO, mostraban cierto agotamiento y reducción en su efectividad.

La primer mujer presidenta de México está orillada a imponer su sello y a actuar, sino quiere convertirse en el chivo expiatorio de la Cuarta Transformación. Enfrenta el desafío de evitar caer en lo que se conoce como el “acantilado de cristal”: ese abismo invisible al que se empuja a las mujeres a “liderar” en política y negocios cuando las condiciones en las que recibe el encargo marcan fracaso casi inminente.

Y es que Sheinbaum hereda un país cargado de problemas estructurales: un país con presencia militar en tareas de seguridad que maquilla un Estado de excepción en el que crisis de inseguridad se refleja en el dominio del crimen organizado en la mayoría del territorio nacional; una corrupción generalizada que trastoca a los hijos, amigos y familiares del expresidente.

También, un sistema de salud que se burla de los enfermos cuando lo único que les receta son spots en los que sostienen que los servicios son mejor que en Dinamarca; una centralización del poder que amenaza la independencia judicial poniendo en entredicho el orden constitucional y por ende el régimen democrático; un desmantelamiento institucional que apuesta por aniquilar los mecanismos de transparencia y rendición de cuentas.

En ese sentido, la narrativa del obradorismo, que se ha impuesto como el único camino legítimo, no permite fisuras. Y en ese marco, cualquier desvío o fracaso podría recaer sobre ella, mientras que los éxitos seguirían siendo atribuidos al proyecto del fundador. “El “acantilado de cristal” se convierte en una trampa estructural.

Si Sheinbaum no logra redefinir el rumbo y marcar una diferencia clara, corre el riesgo de que se la culpe de todos los problemas que la Cuarta Transformación no ha resuelto. Es el escenario clásico donde el liderazgo de las mujeres es aceptado sólo cuando la crisis es inevitable y se requiere un responsable visible para el fracaso. Así, si las cosas no mejoran, Sheinbaum se convertiría en el chivo expiatorio perfecto, desviando las críticas que deberían dirigirse a la naturaleza misma del proyecto heredado.

*** Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia.

Foto: Presidencia de la República

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Meméxico lindo y…

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La llegada a la presidencia de la República de Claudia Sheinbaum no ha cambiado en nada el índice de violencia en México. A unos días de haber tomado protesta del cargo, la mandataria federal choca de frente con la herencia de sangre que le dejó su predecesor, quien con su estrategia fallida de “abrazos no balazos” convirtió a nuestro país en una sucursal de la impunidad y la barbarie.

En sólo 10 días, la jefa del Ejecutivo federal ha tenido que lidiar con los asesinatos ocurridos en Chilpancingo, Guerrero, localidad donde en menos de una semana el crimen organizado ejecutó a tres miembros del gobierno municipal.

El primer caso ocurrió el 27 de septiembre cuando sujetos desconocidos asesinaron a balazos a Ulises Hernández Martínez, quien asumiría la Dirección de Seguridad Pública municipal.

El segundo suceso aconteció el jueves 3 de octubre, día en que fue asesinado, a unas cuadras del ayuntamiento de Chilpancingo, Francisco Gonzalo Tapia Gutiérrez, quien se desempeñaba como secretario general de este municipio.

El colofón vino con el homicidio y decapitación del entonces alcalde de esta localidad, Alejandro Arcos Catalán, quien cabe señalar sólo tenía una semana en el cargo, pues tomó protesta el 30 de septiembre.

Para “capotear” esta ola de violencia, la presidenta presentó el martes 8 de octubre la “nueva estrategia de seguridad del Gobierno federal”, que cabe decirlo no es más que pan con lo mismo o como se dice coloquialmente es la misma chiva nada más que revolcada.

La “novedosa” estrategia con la que se busca combatir a los grupos del crimen organizado y reducir los homicidios en México consta de cuatro ejes: 1) Atención a las causas; 2) Consolidación de la Guardia Nacional; 3) Fortalecimiento de inteligencia e investigación, y 4) Coordinación absoluta en el gabinete de seguridad.

Con respecto a los dos primeros puntos es importante señalar que son sinónimo de la estrategia “abrazos no balazos”, sólo que en otras palabras, es decir, el gobierno de López Obrador se supone que atendió las causas y otorgó becas y apoyos a la población más vulnerable para que este grupo no cayera en manos del crimen organizado. En cuanto al segundo punto cabe recordar que la Guardia Nacional ya pasó a ser parte del Ejército, entonces, no sabemos a qué se refieren con consolidarla.

El tercer y cuarto punto nos dan la idea de una crítica, mínima, pero crítica al fin al gobierno anterior, en donde se le acusa de no echar mano de la tecnología para combatir a los criminales y de una total descoordinación entre los diferentes niveles de gobierno para prevenir la violencia.

Luego de conocer esta “flamante” estrategia de seguridad, las y los mexicanos no podemos albergar esperanza alguna de que cambien las cosas, al contrario, creo que podemos ver cómo el segundo piso de la transformación sólo servirá para seguir acumulando muertos y desaparecidos. Lamentable.

Foto: Presidencia de la República

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Rituales políticos, legitimación del poder para Sheinbaum

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***Por Alejandro Gamboa

Hace unos días, México fue testigo de un evento profundamente simbólico y emotivo cuando Claudia Sheinbaum, recibió el bastón de mando en una ceremonia cargada de rituales ancestrales. Este acto va más allá de la política cotidiana; es una manifestación tangible de cómo los rituales políticos desempeñan un rol crucial en la construcción simbólica del poder, marcando una transición clave en la jerarquía política del país.

A través de este acto ceremonial, Sheinbaum no solo asumió una posición formal de liderazgo, sino que también se conectó con mitos, símbolos y tradiciones profundamente arraigadas en la cultura mexicana.

Como bien argumenta la teoría sociológica de Émile Durkheim, los rituales son prácticas simbólicas que contribuyen a la cohesión social y al establecimiento del orden sagrado. En este caso, la entrega del bastón de mando no es un simple protocolo, sino un vehículo para dramatizar y legitimar el poder, integrando lo moderno y lo ancestral en un mismo espacio político.

Durkheim, al analizar el rol de los rituales, destaca que estos refuerzan las creencias colectivas y estructuran las identidades, y eso es precisamente lo que vimos en esta ceremonia: una reafirmación de la identidad colectiva mexicana y una renovación de la legitimidad política.

En mi opinión, ver este evento desde esta óptica ayuda a comprender la importancia de los rituales en las sociedades complejas. Para Durkheim, los rituales políticos no sólo estructuran la política moderna, sino que también son esenciales para formar y mantener la cohesión social. A través de ellos, los ciudadanos encuentran un sentido de pertenencia, y los líderes, como AMLO o Sheinbaum, legitiman su poder al situarse dentro de una tradición histórica y cultural.

Este tipo de ceremonias, más que un simple acto político, son un reflejo de la teatralidad inherente al poder en las sociedades informatizadas. La política no se sostiene únicamente en argumentos racionales y decisiones estratégicas, sino que depende también de la producción de imágenes, la manipulación de símbolos y la representación ceremonial del liderazgo.

Los rituales políticos, como los observados en esta ceremonia, tienen la capacidad de transmitir las creencias tradicionales y formar identidades colectivas. En el caso de Sheinbaum, recibir el bastón de mando bajo rituales ancestrales envía un mensaje claro de continuidad y respeto por las tradiciones, al mismo tiempo que proyecta su visión de liderazgo hacia el futuro.

Este acto no sólo legitima su poder a los ojos del pueblo mexicano, sino que también reafirma su lugar dentro de una narrativa más amplia de legitimidad tradicional que ha caracterizado la política mexicana.

Al analizar este evento bajo el lente de la teoría ritual de Durkheim, también podemos desafiar la idea de que el comportamiento político siempre sigue una lógica utilitaria y racional. Las emociones, las creencias colectivas y las normas juegan un papel esencial en la toma de decisiones políticas.

Los rituales como este, en los que lo sagrado y lo político se entrelazan, tienen el poder de generar una comunidad moral, reforzando la unidad entre los individuos y la autoridad política. En este caso, Sheinbaum se convierte en un símbolo que une a los mexicanos, apelando tanto a las creencias modernas como a los valores tradicionales.

Por otro lado, es importante reconocer que los rituales políticos no solo promueven la integración y la cohesión social, sino que también pueden reflejar tensiones internas.

Las fiestas cívicas y las ceremonias públicas, aunque refuerzan la unidad, también evidencian las dinámicas de poder y las posibles fracturas sociales. Esto es clave para entender cómo, en algunos casos, los rituales de rebelión pueden ofrecer un espacio controlado para la expresión de tensiones sin desestabilizar el orden.

Aunque el evento reciente no fue de carácter conflictivo, nos recuerda que los rituales políticos tienen una dimensión dual: pueden ser mecanismos de integración, pero también reflejan y gestionan los conflictos inherentes en la estructura social.

La ceremonia en la que Claudia Sheinbaum asumió el bastón de mando, rodeada de rituales ancestrales, es un ejemplo claro de cómo los rituales políticos dramatizan y legitiman el poder. Este tipo de actos no son meras formalidades; son momentos en los que el poder se representa, se transmite y se asegura.

Durkheim estaría de acuerdo en que los rituales, como los observados en este evento, no sólo ayudan a mantener la estructura social, sino que también permiten a los líderes políticos conectarse con su pueblo a través de símbolos y ceremonias cargadas de historia y emoción.

***Alejandro Gamboa

Licenciado en periodismo con estudios en Ciencia Política y Administración Pública (UNAM) Enfocado a las comunicaciones corporativas. Colaboró como co editor Diario Reforma. En temas de ciencia y comunicación en Milenio y otros medios digitales. Cuenta con 15 años dedicado a las Relaciones Públicas. Ha colaborado en la fundación de la Agencia Umbrella RP. Ha realizado trabajos como corrector de estilo, creador de contenidos y algunas colaboraciones como profesor en escuelas locales.

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