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Casa de galletas

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Uno piensa en una casa propia como la edificación que nos servirá para guarecernos de los peligros del exterior; también, como el lugar donde nos curaremos las heridas sufridas cuando regresamos de “cazar al mamut” —si nos comparamos con el hombre prehistórico.

Ranulfo era un tipo callado, de cuerpo menudo y rostro escurrido que reflejaba, tal vez, sesenta años de vida. Sus ojos de serpiente miraban a los chiquillos con una mueca de extrañeza y conmiseración. Simulaba no entenderlos y ellos fingían no entender aquel gesto cuando apedreaban la puerta de entrada del terreno de su propiedad, a un costado del basurero.

Sobre sus bardas de tabique, cada vez más deteriorado por el salitre, las lagartijas correteaban en su pequeño ecosistema. Entraban en los huecos de aquella pared y desaparecían, como en un acto de magia. Las había pequeñas que se movían a menor velocidad y eran presa fácil de las pedradas que les asestaban los mozalbetes. Los reptiles no estaban exentos de la malicia de aquellos mocosos rupestres; las lagartijas, parecían saberlo, y tras el primer estruendo de la roca golpeando sobre la barda huían asustadas y se incrustaban en las grietas y huecos de los ladrillos.

Ranulfo había levantado aquel pertrecho en su terreno, con la intención de evitar que algún paracaidista le invadieran la propiedad. La barda era no mayor a dos metros de altura, los mocosos se las ingeniaban para trepar en ella y sortearla con las habilidades de los simios y las lagartijas. De nada valían los vidrios de botellas quebradas, colocados estratégicamente en el borde del último tabique. En el interior del terreno de Ranulfo, la vecina, Queta, arrojaba con singular desenfado y desprecio, desde lo alto de su casa, su basura. Muchas fueron las discusiones de Ranulfo con Queta. No había argumento para justificar acto tan cínico y despectivo hacia el vecino cuyo único pecado era poseer una propiedad a un costado de la casa donde habitaban Queta y sus dos hermanos; uno de ellos, Hilaria, dedicada al oficio de remendar las prendas de los vecinos del barrio.

Lo que para unos es basura, para otros es la oportunidad de obtener unos pesos; en el caso de los chiquillos significaba sorpresa por la cantidad enorme de desperdicios de todo tipo arrojados sin pudor, desde la casa vecina, sobre los esbozos de habitáculos que Ranulfo había erigido con sus propias manos, tras varios años de esfuerzos. La inversión se acumuló y la construcción se deterioró, casi al mismo tiempo.

—¿Para cuándo se anima a venirse a vivir a su casa? —preguntaban las vecinas a Ranulfo, quien abría un poco sus achinados ojos negros y aguantaba la respuesta como quien sostiene el aire para pensar un poco.

—Yo creo que ya pronto. Ya mero me pensiono. Nomás quiero juntar un poco de dinero para echarle la losa a los cuartos y hacer los acabados, ya sabe usted que son tan caros como la obra negra —respondía el hombre con un dejo de orgullo y satisfacción. Parecía que su mente construía la imagen de una casa terminada y acogedora donde él pasaría el último tramo de su vida disfrutando de sus afanes.

Los sábados, Ranulfo llegaba muy temprano a su propiedad, batallaba un poco con la chapa de la puerta molida a pedradas por los chamagosos, y luego entraba sólo para encorajinarse por los notorios atentados de sus vecinos; ni qué decir del manifiesto, aunque encubierto, odio hacia su persona —así lo interpretaba él—: Cómo era posible que las madres de los chamacos no pusieran un alto a la invasión periódica de su predio.

Era incapaz de concebir en su cerebro la agresión vil de Queta cuando arrojaba sus inmundicias sobre las trabes flacas y los castillos torcidos que el propio Ranulfo había levantado con sus manos, durante muchos sábados y domingos.

El odio le raspaba el alma, como una lija acerada que lo obligaba a mirar con desdén a los hipócritas escuincles que se le acercaban, mañosamente, fingiendo cortesía, con el único propósito de constatar los destrozos causados por ellos mismos durante la semana que tuvieron la casa a su merced. Poca madre era un calificativo bastante considerado hacia sus vecinos. No obstante, Ranulfo no cejaba en su empeño de seguir construyendo, a su manera, aquella casa que fue transformándose en su único aliciente.

La vida de Ranulfo transcurrió entre el ir y venir de su hogar —en el sur de la ciudad— al trabajo. Las relaciones con su mujer fueron buenas al principio —tal vez durante los primeros años de matrimonio—, luego fueron apagándose como se apaga el sol al atardecer: con una intensidad deslumbrante y cegadora, para luego sumergirse en la absoluta penumbra.

Su mujer optó por refugiarse en la crianza de los hijos, y Ranulfo encontró en la edificación de su casa imaginaria el motivo perfecto para que cada uno, su mujer y él, pudieran respirar aires distintos, sólo cumpliendo cada uno su papel: proveedor familiar y educadora de los chilpayates. La mujer nunca lo acompañó en sus faenas, no sentía el menor interés. Así se fue ampliando la distancia entre ambos e incluía los fines de semana; crecieron los hijos y ellos formaron sus propias familias.

Entonces, la esposa de Ranulfo quedó a su suerte, padeciendo los achaques de la edad y guardando sus recuerdos en latas que otrora contuvieron galletas finas. Un día que Ranulfo regresó de su tarea de constructor en el terreno de Lago Seco, la encontró recostada en el sillón, parecía dormida. Acostumbrados como estaban a no dirigirse la palabra, él se dio un baño y se quedó dormido a medio vestir sobre la cama. Fue hasta la mañana siguiente que el hombre se dio cuenta: su esposa seguía en la misma posición, con la cabeza inclinada sobre el hombro derecho. Caminó hasta ella, la movió suavemente y notó su rigidez, después llamó por teléfono a su hijo mayor: Ranulfo no sabía cómo enfrentar la situación.

El alejamiento que ya existía entre sus hijos y él se hizo más grande. Ahora la casa familiar, donde crecieron sus hijos, le resultaba ajena. Era falso que las casas guardaran las risas de los niños, que los mejores momentos se atesoraran entre las paredes de las propiedades; que fueran la guarida donde el cazador se curaba las heridas. Cada vez estaba más consciente de que no eran más que piedras amontonadas bajo un orden engañoso. La casa que estuvo edificando por años en Lago Seco, ahora tomaba su verdadero significado: era la oportunidad de fugarse de la realidad, de hacer lo que sus deseos, siempre dispuestos a complacer a otros, le dictaran.

Aquel hombre menudo, de ojos negros escrutadores, pasaba los días diseñando arbitrariamente estancias, cocinas y recámaras, iluminado por un concepto caprichoso, absurdo, que poseen los arquitectos empíricos. Así dispuso que las cimentaciones fueran poco profundas, las trabes y los castillos fueran endebles, las losas, en extremo delgadas, asemejaran techumbres a través de las cuales casi pudiera mirarse el cielo como por un papel de China.

Era evidente que nada estaba pensado para ser habitado. Sin embargo, Ranulfo continuó empeñado en construir, gastando el dinero que le proveía su pensión de empleado de gobierno. Parecía vengarse del mundo, haciendo a propósito algo que a nadie serviría en el futuro. Parecía tener plena conciencia de estar derrochando el capital y su vida, de que su obra y él se derrumbarían juntos.  

Los chamagosos terminaron por hacerse sus amigos. Casi a diario se veía al hombre batiendo la mezcla, metido en unos pantalones de sarga muy deteriorados, sujetos a su vientre inflamado por un cinturón de cuero avejentado que casi daba dos vueltas alrededor de su vientre; también usaba una camisa que en otro tiempo fue de color azul y ahora estaba casi desteñida, excepto por las innumerables manchas de grasa y cemento reseco.

A ratos, los chamacos acarreaban tabiques hasta el andamio donde Ranulfo persistía en levantar el muro que por fin dividiría su propiedad de la de Queta, quería dejar de ser el receptáculo de sus desperdicios. Los pequeños chalanes batían la mezcla y acarreaban agua hasta desbordar el tambo de almacenamiento. El hombre, agradecido, les daba unos pesos, aquellos los cambiaban gustosos por refrescos en la tienda de La Chata, hasta que las madres gritaban furiosas que ya era tiempo de prepararse para ir a la escuela o de hacer tareas.

Ocasionalmente, Ranulfo platicaba con Vito, mamá de La Chata de la tienda, sobre su idea de terminar de construir su casa y habitarla, quizá rentarla, pero sólo a inquilinos responsables, porque él no era hombre de pleito, y no quería problemas con nadie. En ese tiempo, el hombre lucía extremadamente delgado, su masa corporal se iba consumiendo con el paso de los días drenándole la vida. Era evidente que el hombre no estaba en sus cabales: quién en su sano juicio se atrevería a tanto para hacer tan poco, tan nada. Además, las galletas de animalito no sustituían el alimento que Dios manda, aunque se aprovisionara con diez pesos para cubrir las tres comidas reglamentarias durante el día.

En el mes de mayo, Ranulfo no regresó a su terreno: su obra quedó inconclusa —si pudieran aplicarse los conceptos “obra” e “inconclusa” en tales esmeros—. Así transcurrió un año. Entonces volvieron las lagartijas a los muros, a esconderse en las grietas. Los chiquillos regresaron a su antigua malicia y olvidaron su efímera amistad con Ranulfo: treparon las bardas frontales, derribaron los andamios improvisados y saquearon los recortes de varilla desperdigados por el terreno. La puerta de entrada recibió nuevas pedradas, y a Queta, la vecina, le importó un comino la altura de la contra barda: arrojó nuevamente sus inmundicias. En el lugar, como un vestigio arqueológico, sólo quedó la idea en ruinas de un hombre que dejó en suspenso la casa de sus sueños.

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Ébano y el periodismo cultural en México

Por: Alejandro Gamboa C.

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Hace algunos años, una amistad, Stephanie Esparza, me regaló un libro extraordinario: Ébano de Ryszard Kapuściński. Desde las primeras páginas, me atrapó su estilo único, una mezcla de periodismo fresco y casi poético que me llevó a lugares desconocidos y me enseñó nuevas formas de entender el oficio de contar historias.

Kapuściński, según la revista Gatopardo, no era un periodista cualquiera. Fue un hombre que vivió intensamente, cubriendo 27 revoluciones, sobreviviendo 40 arrestos y 4 sentencias de muerte. Su enfoque narrativo era singular; lograba fusionar la poesía con el periodismo de una manera tan natural que sus crónicas se convertían en una suerte de obra literaria.

Sus textos abordaban la descolonización en África y las tensiones de la Guerra Fría, pero siempre desde una perspectiva humana, lo que lo hizo cercano a figuras como Gabriel García Márquez y lo llevó a recibir el Premio Príncipe de Asturias en 2003.

Ébano, publicado en 1998, es un testimonio de la vida africana durante las décadas de 1950 a 1990, un periodo de descolonización lleno de contradicciones. En este libro, Kapuściński no solo narra la pobreza, la violencia y las dictaduras, sino que también captura la esencia cultural y espiritual de un continente en transición. Su estilo combina la observación detallada con una reflexión profunda sobre la humanidad, lo que me dejó, al finalizar la lectura, con una sensación de vacío y una urgente necesidad de saber más sobre él y su obra.

Hoy día, esto también me ha llevado a cuestionar el estado actual del periodismo cultural. Pareciera que hemos perdido a esos periodistas que, como Kapuściński, podían conjugar la narrativa literaria con la descripción precisa de los hechos.

Recuerdo con nostalgia aquellos suplementos culturales de El Nacional o El Financiero, que eran verdaderas joyas del periodismo. O la revista Siempre!, en su antiguo formato, que contaba con plumas envidiables que llenaban sus páginas de cultura e inteligentes análisis. Hoy, lamentablemente, muchos de estos espacios han desaparecido o se han convertido en simples plataformas propagandísticas.

En su obra Historia del periodismo cultural en México, Humberto Musacchio nos recuerda que el periodismo cultural en México tiene una rica historia que se remonta a las hojas volantes de la época colonial. Este tipo de periodismo ha sido fundamental para informar, analizar y criticar las manifestaciones artísticas e intelectuales, además de conectar generaciones de escritores y artistas. Sin embargo, en la era digital actual, el periodismo cultural enfrenta nuevos retos y transformaciones.

Con la expansión de las redes sociales, el internet y la inteligencia artificial, vemos surgir un nuevo tipo de periodismo cultural. Jóvenes creadores, motivados por el deseo de compartir sus aficiones y perspectivas, apoyados en la tecnología han comenzado a ocupar el espacio que antes pertenecía a los medios tradicionales.

Aunque este nuevo periodismo emergente ofrece una variedad de opciones y voces, también está manchado por la proliferación de fake news, un problema que esperamos se regule en favor de un periodismo documentado y veraz.

Todo esto, a propósito de Ébano y de Kapuściński, me motivó a desempolvar el libro y hojearlo de nuevo, inspirado por la relevancia de este nuevo periodismo emergente, que sigue siendo vital para conocer otras perspectivas y mantener viva la llama de la narrativa cultural.

Alejandro Gamboa C.
Licenciado en periodismo con estudios en Ciencia Política y Administración Pública (UNAM) Enfocado a las comunicaciones corporativas. Colaboró como co editor Diario Reforma. En temas de ciencia y comunicación en Milenio y otros medios digitales. Cuenta con 15 años dedicado a las Relaciones Públicas. Ha colaborado en la fundación de la Agencia Umbrella RP. Ha realizado trabajos como corrector de estilo, creador de contenidos y algunas colaboraciones como profesor en escuelas locales.

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Reforma Judicial, con premios a alineados

Por: Miguel Ángel Romero Ramírez

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Mientras miles de trabajadores del Poder Judicial de la Federación salen a las calles para reclamar el despropósito de una reforma que, además de alterar su circunstancia laboral lastima el orden constitucional al propiciar un desequilibrio entre los Poderes de la Unión, las negociaciones de alto nivel cobran relevancia.

Magistrados del Tribunal Electoral afines al oficialismo mantienen reuniones en las que Ricardo Monreal, próximo coordinador legislativo del oficialismo en la Cámara de Diputados y Arturo Zaldívar, próximo titular del Tribunal de Disciplina Judicial, les aseguran asientos en la eventual conformación de la nueva Suprema Corte.

La calificación del proceso electoral 2024 –sin mayor autocrítica– en la que ganó Claudia Sheinbaum, la permanencia de Alito Moreno al frente del Partido Revolucionario Institucional, PRI, –favorable al oficialismo por su perenne autodestrucción– así como la ratificación de la sobrerrepresentación en el Congreso de la coalición de Morena, el Partido Verde y el Partido del Trabajo en el Congreso, son algunas de las decisiones que podrían ser la moneda de cambio con la que el bloque de magistrados del Tribunal Electoral, afín al oficialismo, tengan posibilidades de transitar a ministros en la eventual nueva conformación de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

Diversas fuentes consultadas aseguran que la oferta de quien se asume el próximo titular del –todavía inexistente– Tribunal de Disciplina Judicial, Arturo Zaldívar es exclusiva para los magistrados: Mónica Soto (presidenta del Tribunal Electoral), así como Felipe de la Mata Pizaña y Felipe Alfredo Fuentes Barrera, quienes conforman el bloque de tres magistrados que con sus resoluciones logran “mayoritear” a los otros dos integrantes de la Sala Superior: Janine Otálora y Reyes Rodríguez.

Una Sala Superior que, hoy por hoy, funciona con dos integrantes menos (en vez de cinco deberían de ser siete) gracias a que Morena en el Congreso se negó a nombrar en las sillas vacantes a sabiendas de que el proceso electoral del 2024 sería sumamente complejo.

Estas negociaciones, llevadas a cabo en las sombras y lejos del escrutinio público, ponen en evidencia una peligrosa tendencia de concentración del poder y el debilitamiento de las instituciones que deberían servir como contrapeso en un sistema democrático.

La posibilidad de que los magistrados afines al oficialismo sean recompensados con asientos en la nueva Corte, a cambio de decisiones que favorecen a los intereses del partido en el poder, no solo pone en duda la imparcialidad de la justicia electoral sino que además socava la confianza en el sistema judicial en su conjunto. ¿Sirve de algo que miles de trabajadores marchen cuando están lejos de los pactos que se hacen por encima de ellos?

La reforma judicial, está claro, lejos de fortalecer el Estado de Derecho, está orientada a consolidar un control político sobre el Poder Judicial, debilitando así uno de los pilares fundamentales de la democracia.

Miguel Ángel Romero Ramírez: Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia.
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SCJN, ¿cómplice pasivo de reforma judicial?

Por Miguel Ángel Romero Ramírez

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La actitud de la Suprema Corte, ante una reforma judicial tan destructiva, no sólo ha sido decepcionante, sino también alarmante.

El silencio ensordecedor le imprime un sello de complacencia al atropello del sistema judicial que podría tener consecuencias desastrosas para la democracia mexicana. Horas después de que la ministra presidenta, Norma Piña aplaudiera de pie la entrega de constancia de Claudia Sheinbaum como presidenta electa de México, cerca de 55 mil trabajadores del Poder Judicial organizaron un paro nacional… pero sin su respaldo… a su suerte.

La Corte no sólo ignora su deber de proteger a sus trabajadores sino parece haberse convertido en cómplice pasivo de su propia desmantelación. El aplauso de pie de Norma Piña a Claudia Sheinbaum sería irrelevante y podría ser considerado una mera cortesía política si meses atrás ella misma no hubiera protagonizado un momento clave en la ceremonia de celebración del 106 aniversario de la Constitución cuando no se levantó de su asiento y tampoco celebró la entrada al auditorio del presidente Andrés Manuel López Obrador. ¿Las cosas cambiaron? ¿Ahora sí se somete?

El cambio de señales constante en la Suprema Corte de Justicia en la Nación exhibe, además del poco oficio político y la candidez, el nulo compromiso con los intereses superiores de la Nación. Puede ser entendible que la ministra presidenta y su equipo encuentren en Claudia Sheinbaum un respiro después de los embates coléricos del saliente presidente Andrés Manuel López Obrador, pero en los hechos no cambia absolutamente nada.

La estrategia del oficialismo que busca cooptar el sistema judicial para evitar resistencias a la instalación de un régimen autoritario sigue en curso y con más bríos que antes.

¿De qué sirve que los empresarios, académicos, asociaciones y barras de abogados, e incluso la ONU se desgarren las vestiduras con sendos comunicados, posicionamientos y entrevistas en medios de comunicación cuando la titular del Máximo Tribunal simplemente no sale y tampoco dice nada… y cuando aparece lo hace para aplaudir al oficialismo? Sin un liderazgo fuerte ¿cuánto podrá resistir el paro nacional de trabajadores que no goza del respaldo institucional? ¿Hasta dónde podrán llegar divididos?

¿Será que influye la actualización del dictamen que discutirá el Congreso sobre dicha reforma? Ahí, entre otras cosas, el oficialismo abre la puerta para que los ministros de la SCJN que decidan no estorbar en la demolición del Poder Judicial puedan acceder a su pensión vitalicia (conocido como haber de retiro). Sí, la misma pensión de la cual gozan Arturo Zaldívar y Olga Sánchez Cordero, exministros de La Corte que hoy desde el partido en el poder acusan de “privilegios” a sus colegas… “privilegios” que siguen gozando y que a ambos les da aversión renunciar a dicha prestación. ¿Cuántos de los hoy 11 ministros van a preferir su pensión vitalicia?

Hace algunas semanas, en este mismo espacio, redacté una carta de renuncia ficticia de la ministra presidenta de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, la cual se mantiene vigente. La crítica es la misma. En ningún momento ha podido explicar por qué 36 millones de votos no significa ni tiene implícito que un gobierno legalmente constituido pueda alterar el estado constitucional. Nada ni nadie, en una democracia, puede alterar el equilibrio de poderes. Claro, a menos de que pasemos a ser un país con un régimen autoritario en el que a la ya de por sí mediocre clase política sea imposible exigirle cuentas.

Apuntes:

Ernesto Canales, destacado abogado egresado de la Escuela Libre de Derecho y primer fiscal anticorrupción en el país (Nuevo León) está por lanzar su nuevo libro: ¡Hay Justicia! Una crónica audaz sobre el rol que le ha tocado jugar dentro del sistema de justicia mexicano, particularmente en casos mediáticos.

Si no fuera real sería una entretenida novela sobre corrupción, socialités, políticos corruptos y connotados empresarios dispuestos a todo para ganar un juicio. Un estimulante texto que edita Planeta y que pronto estará en todas las librerías del país y mismo que su autor promocionará en ferias de libro y, sobre todo, en espacios académicos.

Miguel ángel Romero Ramírez: Analista y consultor político. Por más de 12 años, creador de estrategias de comunicación para el sector público y privado. Licenciado en comunicación y periodismo por la UNAM y maestro en gobierno por el Instituto Ortega y Gasset. Observador del uso de las nuevas tecnologías y su impacto en la democracia.
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